Es una lástima que en español «oreja» y «oído» sean cosas distintas, a diferencia del inglés, que para ambos usa ear. Así pierde la plenitud de su gracia el chiste de Billy Wilder en Bésame, tonto, en que sobre uno de los musicastros locales de la película se dice: «He has Van Gogh’s ear for music». Tiene el oído (¡la oreja!) de Van Gogh para la música. La oreja cortada, naturalmente.
Del grupo La Oreja de Van Gogh, que no me gusta, podría decir también que tiene el oído (¡la oreja!) de Van Gogh para la música. ¡Debería haberse llamado Van Gogh’s Ear y así habría encajado el chiste de Wilder en su plenitud! Pero nadie es perfecto.
Ahora La Oreja está en boca de todos porque los talluditos del grupo han expulsado a la cantante, como ya hicieran de jovencitos con la otra cantante. Detecto una tendencia en los que eran jovencitos y son talluditos: expulsar a las cantantes, a modo de feminicidio musical, para quedarse ellos solos. Todas las fotos de talluditos son devastadoras, devastación que cantaba más que nunca en los Orejas por su contraste con la cantante.
Viendo una de esas fotos últimas, y eliminando mentalmente a la cantante, he descubierto cuál es la ambición secreta de los Orejas: ¡ser los Hombres G! Estos son talluditos sin el contraste de ninguna cantante: íntegramente talluditos. Sin embargo, para mí los Hombres G, que tampoco me gustan, tienen igualmente el oído (¡la oreja!) de Van Gogh para la música. Digamos que los Hombres G son una Oreja de Van Gogh sin tía. Esto les ha ahorrado desde el principio el papelón de ejercer el feminicidio musical como los Orejas.
Mi problema con la música es muy simple: solo me gusta la brasileña. Esta te acostumbra a unas sutilezas, a unas complejidades armónicas –incluso si no se entiende de música, como es mi caso; pero el oído (¡la oreja!) se acostumbra– que hace que todas las demás músicas te parezcan marchas militares. El chunda-chunda tanto de La Oreja de Van Gogh como de los Hombres G serviría para invadir Polonia.
«A veces te pilla a traición y te conmociona una melodía que ni sabías que tenías dentro»
Mi biografía musical se resume rápido. En casa sonaban Manolo Escobar, Juanito Valderrama y similares; mi autonomía infantil se limitaba a poner los casetes de Los Payasos de la Tele. Y además, por supuesto, lo que sonaba en Aplauso, etcétera, y en la radio (¡El Búho Musical, programa malagueño!). Luego llegó la Movida (¡tras un brevísimo paso por Serrat y Perales, y un revival de los Beatles cuando mataron a Lennon!) y durante los ochenta solo escuché aquella música, española y extranjera; más la clásica, a la que me aficioné en el mismo periodo. Pero a principios de los noventa llegó la brasileña y se acabó: se lo chupó todo. Me comió íntegramente la oreja (¡y el oído!), taponándola para las demás.
Pero destaco ahora el efecto de la música que no me pongo pero que se me cuela, porque suena por ahí. A veces te pilla a traición y te conmociona una melodía que ni sabías que tenías dentro: Me cuesta tanto olvidarte de Mecano o la propia Venezia de Hombres G. La música popular, las musiquillas del desorejado Van Gogh, que te destrozan tantos momentos cotidianos con su insistencia, de repente se han llevado el tiempo que saboteaban y lo contienen.
No son los olores magdalenescos de Proust, sino las musiquillas desoídas las que te abofetean con sus orejazas de Dumbo y te traen inesperadas briznas del pasado, o del tiempo completo. Instante en que a uno no le queda más remedio que echarse a llorar. Desorejadamente.