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El peor viaje de mi vida

by Marko Florentino
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Los psicólogos evolutivos, los antropólogos seguramente, tendrán bien estudiado el fenómeno y sus causas profundas: una de las más terribles vergüenzas que puede sentir un hijo es pillar a sus padres en la cama. Será una manifestación del cableado profundo que nos aleja del riesgo endogámico que supone el incesto, una súbita irrupción del complejo de Edipo o Electra, qué sé yo… El caso es que en el ránking de los sonrojos filiales esa imagen de padre y madre entregados al fornicio ocupa probablemente el número uno; pero hay otros hits en la lista.

Un inconcreto día del verano de 1992 mis padres y yo nos disponíamos a viajar desde Chicago a Bogotá al encuentro de mi hermana y mis tíos que volaban desde Madrid. Se trataba de una visita familiar muy especial: conocer un poco mejor ese país de naturaleza arrebatadora y, en aquel momento, práctica guerra civil, y hacerlo de primera mano, la de nuestro tío Chilo, sacerdote marianista que ejercía su vocación misionera desde hacía más de 30 años en el muy depauperado barrio Kennedy de Bogotá.

El avión despegó con más de hora y media de retraso desde el aeropuerto de O’Hare y, ya durante el vuelo, se nos fue advirtiendo a todos los que teníamos que hacer conexión en Miami – bastantes- de cuáles eran las ya asignadas puertas de embarque para que, una vez aterrizados, nos dirigiéramos raudos hacia ellas. Tenía para mí que no lo lograríamos. Mis padres ya sobrepasaban la edad madura y a lo largo de sus vidas nunca los acompañó la capacidad atlética.

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Y así fue. Llegamos al embarque con la lengua fuera y, pese a nuestro esfuerzo, mediocre por lo demás, el avión de Delta había partido escasos minutos antes, lo cual acrecentó la frustración y el enojo. Había que «rerrutearnos», dijo aquel empleado de indisimulable cubanidad. Podríamos coger un vuelo a Caracas a última hora de la noche que nos permitiría enlazar con un Avianca a Bogotá a las diez de la mañana del día siguiente. «Llegan a las 3, así que tendrían que dormir en el aeropuerto mismo».

«Eso ni hablar» –dijo mi padre, muy curtido en viajes y querulancias varias. Pese a la insistencia de Orlando – así se llamaba aquel encargado de Delta- en que no merecía la pena proveer una habitación de hotel para una estancia de cuatro horas, mi padre no se apeaba del burro. Se trataba, en el fondo, de castigar a la compañía por un retraso del que, además, solo se nos había ofrecido como explicación esa vaguedad de las «causas técnicas» tan en circulación en aquellos tiempos.

«En ese verano de 1992 Venezuela se encontraba en el interregno de dos golpes de Estado contra Carlos Andrés Pérez»

La insistencia, las veladas amenazas, el comodín de la común latinidad produjo sus frutos y finalmente nos fuimos victoriosos con el voucher para una habitación triple en el hotel Posada La Guaricha, junto al aeropuerto de Maiquetía. No me dirán que no es evocador de tardes de sudor y salitre calmadas con abundancia de ron, arepas y tequeños; sones y ritmos de merengue lejanos mezclados con los ruidos exóticos de aves de colores imposibles, mujeres y hombres aceitosos, caderas que cimbrean…

Llegamos sin mayor novedad, bien cerrada la noche, a Caracas. En la aproximación contemplé por la ventanilla las tenues lucecitas de los miles de ranchitos que circundan la capital. En ese verano de 1992 Venezuela se encontraba en el interregno de dos golpes de Estado contra el presidente Carlos Andrés Pérez protagonizado el primero de ellos por un entonces relativamente desconocido teniente coronel Hugo Chávez Frías. En ese verano de 1992 muchos podíamos llegar a entender esas asonadas en un país de tanta miseria y exuberantes desigualdades.

Recogimos pronto el equipaje y no nos costó encontrar un taxi que nos condujo en poco tiempo a ese hotel Posada que reveló su condición más bien de lo segundo a poco que el taxista nos dejó en el aparcamiento. La edificación era antigua, la decoración improvisada y vetusta, la recepción modestísima, el recepcionista un viejito somnoliento que con desgana guardó el voucher en un cajón y nos dio la llave de la habitación mirándonos con escepticismo. «Es en el segundo piso», nos dijo. «El elevador no funciona», añadió. Le pedimos que nos despertaran por teléfono a las 7.30 (apenas quedaban tres horas y media) y entre mi padre y yo arramplamos como pudimos las maletas y comenzamos a subir. Pronto empezamos a oír algo de jaleo proveniente de las habitaciones; ruidos, gemidos y expresiones universalmente reconocibles, aunque a veces se puedan confundir con el dolor o el lamento.

En la segunda planta, la nuestra, parecía concentrarse la actividad. Entre nosotros reinaba el silencio, aventurando cada uno el rubor de los otros, sobre todo el mío. Por el rabillo del ojo, mientras introducía la llave en la habitación, vi a mi padre resignado, cabizbajo, asintiendo a unas miradas de mi madre que parecían claramente indicar: «Qué error, qué inmenso error». Entonces, desde la habitación de al lado, pudimos escuchar nítidamente cómo se alcanzaba el clímax: los gritos se sobreponían de repente a los esporádicos gemidos y risas provenientes de otros cuartos, como si ya le tocara a la sección de percusión sobrepujar al resto de la orquesta y así culminar la obertura. Entrando ya en la habitación con las maletas se oyó nítidamente, como si estuviera allí mismo, tendida en lo que habría de ser nuestro camastro para aquella noche, un grito que aún hoy me martillea: «¡Acábame! ¡Acábame!».

«Esos eran mis padres, y yo como ausente, entre las 4 y las 7.30 de la mañana en una habitación del hotel Posada La Guaricha»

Hay un maravilloso cuadro de David Hockney titulado Mis padres en el que la figura de su madre nos mira de frente, sentada en una silla, con aspecto calmado. Tiene las piernas juntas y las manos cogidas sobre el regazo. Su expresión es ligeramente socarrona y nos permite conjeturar que nos interpela diciéndonos algo así como: «pues aquí estamos» (o quizá: «aquí seguimos»). El padre, en cambio, trajeado, aparece sentado en una silla, con los talones levantados evidenciando una postura forzada, consultando con mucha atención lo que parece uno de esos libros de gran formato que los anglosajones llaman coffee table book: tal vez un atlas de pájaros, o un repaso fotográfico a los mejores vestigios de Pompeya o un catálogo de jardines versallescos. Entre ambos Hockney pintó una cómoda con ruedas en la que se observan algunos libros –quizá el padre sacó de esa pila el que consulta ahora- un jarrón con tulipanes frescos y un espejito reversible.

Esos eran mis padres, y yo como ausente, apenas reflejado en ese espejo, entre las 4 y las 7:30 de la mañana de un inconcreto día del mes de julio de 1992 en una habitación de número olvidado en la segunda planta del hotel Posada La Guaricha bien cercano al aeropuerto de Maiquetía, esos éramos, digo, cuando alguien tocó la puerta quebrando nuestro sueño interruptus.

«El taxi les espera».



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