Dejar atrás la rutina, condición primera de cualquier viaje, es bueno en sí mismo. Activa el cerebro, que, en estado de alerta, debe rápidamente descifrar la nueva realidad con base en sus viejos patrones. En la crónica Chicago, de Juan Villoro, un taxista de la Ciudad de México intenta describir su experiencia como migrante en Chicago a un pasajero que no la conoce, y para ello utiliza exclusivamente los nombres y las referencias de la capital mexicana. Lo genial del texto es que efectivamente lo consigue. Refulge Chicago a través del bosque de Chapultepec y el lago de Texcoco. Efectivamente, conocemos lo desconocido y nuevo a través de lo conocido y viejo.
Desde luego, las lecturas previas pueden preparar el terreno. Yo suelo, antes de un viaje importante, devorar libros, guías y revistas, pero sé que nada sustituye poner los pies en la tierra y abrir los sentidos y la mente a la nueva realidad. Con una peculiaridad de la intuición humana: las primeras impresiones suelen ser acertadas y la lente y concienzuda exploración posterior muchas veces tan sólo ratifica esos ramalazos iniciales. Los viajes suceden en el pasado y quedan cautivos de la memoria, que es un instrumento particularmente tramposo: dulcifica y sintetiza.
Así, nadie recuerda en su crudeza y riesgo los trámites de aduana en aquel cautivador país de África ni el caos apocalíptico de aquella idílica ciudad asiática. En los campamentos escolares a Omiltémetl, el valle nahua y otomí en la sierra de Hidalgo y Puebla, en el altiplano mexicano, no llevábamos equipo adecuado, el frío impedía dormir, los coches en los que nos desplazábamos eran una calamidad, las lluvias apagaban con calculada regularidad la fogata, las latas de atún añosas apenas disimulaban su botulismo, pero eso qué importa, frente al recuerdo de esos días en compañía de los pares cuando, jugando a ser exploradores, caímos víctimas del primer amor.
Sin embargo, ni siquiera la memoria más bonachona ni el valor de la experiencia adquirida puede dulcificar mi viaje a Cuba en un fatídico invierno en pleno periodo especial. Fui a La Habana a pasar el año nuevo de 1994 por un despecho amoroso del que era obviamente único responsable. El visado lo tramitaba la propia agencia, el costo era accesible incluso para un editor de revista cultural recién independizado de sus padres y el hotel Neptuno Tritón tenía vistas al mar, ¿qué podía salir mal?
Viajé solo, durante diez días que conmovieron mi mundo de manera permanente. No es que no supiera a esas alturas de la naturaleza del Gobierno cubano. El Muro de Berlín había caído, la URSS había desaparecido y Cuba era un anacronismo bochornoso. Justamente el fin de la Unión Soviética había condenado a Cuba a la miseria, ya que vivía de ser su satélite americano de manera cínica. Pero nada prepara el terreno para un lugar así. No hay referentes para entender un país donde el libre mercado ha sido abolido; es decir, un lugar donde toda transacción económica privada está prohibida. La falta de libertad y horizonte vital que eso provoca es ontológica.
«Conocí un país postrado, en donde todos los trabajos dependían de un Estado en total bancarrota, salvo en el sistema represivo»
El mercado es anterior al capitalismo y lo va a sobrevivir. Suprimirlo es una osadía intelectual única, digna de fanáticos universitarios. Y un crimen imperdonable. Estamos hablando de la Cuba previa a la tímida apertura económica posterior. Y de la Cuba sin el petróleo de Hugo Chávez, al que le faltaba media década para llegar al poder. Conocí un país postrado, en donde todos los trabajos dependían de un Estado en total bancarrota, salvo en el sistema represivo. Un país en el que todos sus habitantes quieren irse y en el que nada funciona o está prohibido.
El efecto es más duro porque esa distopía siniestra, que reta a la imaginación más tremendista, sucede en un escenario de una belleza cautivadora y lo padecen personas que llevan la gracia en el cuerpo y en el alma. Basta poner un pie en la isla para darse cuenta del horror. Pero también para pensar, todo el tiempo, lo que eso sería si no hubiera triunfado Fidel Castro y su revolución. La Habana era el puerto de entrada de Europa a América y el enlace natural entre Hispanoamérica y Norteamérica.
Desde el aeropuerto, que recuerda a una estación de autobuses de un pueblo perdido en México, hasta un puerto sin un solo barco en sus muelles, una ciudad de derrumbes y salitre, sin tiendas, con toda la población en la calle, en hambruna apenas simulada, a la caza del turista para arañar unos dólares para sobrevivir un día más mientras una minoría privilegiada, militar en su mayoría, gobierna con mano de hierro. Un viaje con una mezcla de rabia y tristeza. Me producía sorpresa la ignorancia del mundo de todos los cubanos con los que hablé, que pensaban que el resto del mundo vivía en una permanente guerra civil. No me creían cuando les decía que en el mundo no había cartilla de racionamiento o que se podía pedir un pasaporte de manera libre y voluntaria y el Estado tenía la obligación de otorgártelo en un plazo perentorio.
Un país en donde la televisión, la radio y la prensa de manera unitaria y sin fisuras repetían las mismas consignas todo el tiempo, que contrastaban brutalmente con la realidad de la calle. Un país que hace de Orwell un aprendiz. Salía a caminar por el malecón habanero y las lágrimas se me saltaban. Y no era por el amor roto ni por el humo del puro ilegal que me comparaba todos los días. Nada superaba la repugnancia del turismo sexual y los abusos que veías con total naturalidad. Viejos turistas europeos de la mano de jovencitos mulatos; grupos de mexicanos de despedida de soltero de cacería sexual. Las mujeres, de todas edades, se acercaban a los turistas simplemente para comer, por algo de ropa, por un paquete de cosméticos. Nereidas en manos de Polifemo.
«Terminé festejando el año nuevo en casa de una pandilla de delincuentes que eran para mí unos héroes»
Me resultaba increíble que esa pesadilla que veía delante de mis ojos pudiera ser aplaudida y defendida en las aulas y los medios de los países capitalistas, cuando su superioridad era tan abrumadoramente manifiesta, sobre todo para los pobres, que tienen en el libre mercado una tabla de salvación por precaria que sea: un puesto de comida callejera, una caja de herramientas de electricista. Todo eso en Cuba estaba prohibido y perseguido.
Fue un viaje en el que hablé con mucha gente y que terminé festejando el año nuevo en casa de una pandilla de delincuentes que eran para mí unos héroes. De esos días rescato algunas postales habaneras, escritas al calor de los hechos y que rescato con ayuda de mi diario.
Veo por televisión la ceremonia oficial por el aniversario 35 del triunfo de la Revolución, en el parque Céspedes de Santiago de Cuba. Primero, una compañera recita un torpe poema rimado, fácil y belicoso. Parece un concurso de oratoria de una primaria pública. Al terminar, Fidel Castro le da un beso. Luego, el maestro de ceremonias le da la palabra al representante de la ciudad. Este, en nombre del poder popular, otorga la distinción Antonio Maceo al Comandante en Jefe y le regala una réplica del machete del rebelde. Fidel lo desenvaina con soltura y lo agita al aire. Simula dos o tres cortes y lo guarda en su funda. Un militar con aire demasiado marcial lo recibe y desaparece. Fidel hace muchos años que habla solo. El público es un reducido grupo de acarreados que aplaude monótonamente en el momento indicado. Es la minoría privilegiada del régimen, pero la falta de entusiasmo es evidente. Entre el público y su líder máximo, hay una piqueta militar que le da la espalda a la tribuna, y no precisamente por hacerle una grosería.
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Freddy tiene 29 años y una moto que vale mil dólares en el mercado negro. Pasó cuatro años en prisión y un hambre perra. No trabaja. La chamarra de cuero se la regaló un italiano. Vende puros, ppg (una de las enésimas medicinas de factura cubana y propiedades casi milagrosas, en este caso prevenir el ictus, bajar el colesterol o aumentar la potencia sexual), y consigue chicas a los turistas. Está ahorrando para juntar 1.500 dólares, más los de la moto, para comprar un bote con motor e irse con tres amigos a Estados Unidos. En el barrio donde vive todos lo respetan. Es la ley de la calle. También vende y consume marihuana y cocaína. El policía de la CDR de su cuadra no lo delata: Freddy le consigue ron y gasolina. Tiene algo de héroe aunque sea un delincuente.
«Jacinto falta lo más posible al trabajo para cumplir con el verdadero, con el que le da de comer a sus hijos: taxi particular»
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Te permite escoger algunos de los casetes que tiene para que escuches música mientras cocina. Te da una cerveza helada y te pone al lado una jarra de agua. En una bandejita, dos piezas de pollo. Un plato de arroz y otro de ensalada de col. Café exprés. Si vas solo, te acompaña a la mesa. Sus hijos van y vienen, entran y salen, están y no están. Un vecino entra sin decir agua va con una olla hirviendo y la pone en la estufa. Seguramente se quedó sin gas. No da las buenas tardes, pero avisa a qué ahora vuelve. La comida cuesta tres dólares y sólo cinco si van dos. Con el dinero compra más comida y alguna cosita para sus hijos. No mucho, ni siquiera lo suficiente. Su mayor dolor es acabar en la cárcel porque su actividad es ilegal; la autoridad –el plural sobra en Cuba– evita a toda costa el enriquecimiento personal, lacra superada del capitalismo.
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Jacinto trabajó en un taller de las Fuerzas Armadas durante 15 años. Es ingeniero mecánico graduado en la URSS. Cuando todo se fue al carajo por culpa de los rusos, dice, lo mandaron a la fábrica de ppg. Reconoce que cada vez se vende menos y que no pueden competir. La casa y el coche que tiene se los dio el Estado. Su padre fue un comerciante árabe riquísimo que no se fue a Miami, a pesar de que le confiscaron todos sus negocios, porque era ya un hombre mayor. Jacinto falta lo más posible al trabajo para cumplir con el verdadero, con el que le da de comer a sus hijos: taxi particular. Se estaciona a la salida de los hoteles y las discotecas y espera a que algún turista instruido solicite su trabajo. Se le puede pagar por día o citar a alguna hora. Nunca falla. Si la policía lo detiene le puede quitar el coche y llevarlo preso, pero él piensa que no puede acobardarse. Sus hijos son pequeños. La tarifa es a convenir, en general un tercio o un cuarto que la de los taxis oficiales.
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Vestido es gordo, en traje de baño es un globo. Tiene granos en la cara y usa un pañuelo rojo para sujetarse el pelo. Siente que está haciendo la Revolución porque estrena cada día una nueva camiseta del Che. Es argentino y visita Cuba por primera vez. Acepta con algo de orgullo cualquier arbitrariedad y contratiempo en los servicios a los que tiene derecho como turista y por los que ha pagado en dólares. ¿Pensará que así contribuye a la causa? ¿Conocerá realmente el país en el que está, la forma en la que tiene que vivir la gente y lo que opina de su único gobernante?
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Juegan béisbol en el parque. No tienen juguetes por el bloqueo; no tienen ropa porque las garras del imperialismo son enormes y nunca han comido un caramelo en el país del azúcar. Sol, parque, un palo, una pelota de trapo. La inocencia de la infancia es la única esperanza.
Mis abuelos maternos contaban con nostalgia la parada que el barco de exilio había hecho en La Habana antes de su destino final, Veracruz, y cómo el puerto cubano les parecía un lugar infinitamente más rico, próspero e interesante no ya que la triste Ciudad de México de aquellos años, aún traumatizada y empobrecida por las décadas de guerra revolucionaria, sino que su Barcelona natal. Todo eso lo mató la revolución. Una tragedia que sigue aún hoy, ante el pasmo, la indiferencia o la complicidad del mundo.