Con la muerte de Francisco y la elección de León XIV desaparece un mundo antiguo y emerge otro nuevo, heredero del pasado pero ya distinto. No hablo de personas, aunque también. Francisco, al igual que sus inmediatos predecesores –Benedicto XVI, Juan Pablo II, Juan Pablo I, Pablo VI e incluso, aunque de otro modo, Juan XXIII– pertenecieron a ese amplio espectro de pontífices que podemos denominar «conciliares». El Concilio Vaticano II fue la experiencia central de sus vidas: una especie de conmoción que condicionó para siempre sus decisiones, ya fuera desde una «hermenéutica de la ruptura» o, al contrario, desde «una hermenéutica de la continuidad», por utilizar la terminología que acuñó Joseph Ratzinger poco antes de su papado.
El peso de este acontecimiento fue tan determinante que ha dificultado durante décadas cualquier análisis objetivo de lo que supuso para la vida de la Iglesia, a pesar de que en las últimas décadas se hayan ido sucediendo los estudios académicos al respecto, algunos tan hondos –e inquietantes para el catolicismo– como el del sociólogo francés Guillaume Cuchet. Quizás todo esto cambie ahora.
«La personalidad del nuevo papa ya empieza a marcar un estilo propio: más reflexivo, más dado a integrar diferencias»
Por una cuestión generacional, en primer lugar, León XIV es hijo ya del posconcilio. Este matiz resulta más revelador de lo que pueda parecer a primera vista, porque nos sugiere un desapego y por tanto una relación menos apasionada. Su propia biografía, además, nos habla de un hombre realmente católico, en el sentido de universal: estadounidense y peruano, académico y misionero, matemático y canonista, antiguo superior de la orden agustina y prefecto vaticano, políglota y diplomático. Alguien con este currículum, difícilmente cederá a la tentación de la guerra cultural, tan divisiva como a menudo histriónica.
Sus primeros gestos apuntan hacia la unidad en la diversidad. El mismo nombre pontificio que ha elegido alude, entre otros, a un gran papa de la tradición –san León Magno–, al papa de la cuestión obrera –León XIII– y al mejor amigo de san Francisco de Asís –el hermano León–. El uso de la muceta y la estola papal en su primera aparición pública nos sugiere un regreso a la normalidad institucional tras un periodo de excepción. Su mensaje al mundo ha sido también de reencuentro –paz, tender puentes–, con guiños al pontificado de Francisco –la iglesia sinodal– y al de Juan Pablo II –«¡No tengáis miedo!»–. Pero, a su vez, la personalidad del nuevo papa ya empieza a marcar un estilo propio: más introvertido, más reflexivo, seguramente más liberal (hablo de un temperamento, no de una ideología), más dado a pasar a un segundo plano y a integrar las diferencias.
Todos los cambios llevan tiempo y quizás esto es lo que señalan los primeros pasos de León XIV. Por un lado, nos invitan a no permanecer presos de las categorías emocionales del Vaticano II; por otro, a asumir los retos globales que enfrenta la Iglesia Católica y que no son exactamente los del mundo, si bien tampoco permanece ajena al mundo: la Iglesia creciente de África y Asia, la Iglesia postsecular en Occidente, la Iglesia dividida por cuestiones de liturgia y de moral, la Iglesia misionera y perseguida en tantos países, la Iglesia que enfrenta su pasado y la que mira hacia el futuro. No son cuestiones menores. Como tampoco lo es el hecho de que nos hallemos ante el primer papa posconciliar, ante un pontífice que está inaugurando algo nuevo. Aunque sólo sea cierto desapego o, si lo prefieren, cierta naturalidad: más una fecha histórica que un acontecimiento epifánico.