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El tiempo de las ilusiones, por José Carlos Llop

by Marko Florentino
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La señora Von der Leyen –a la que se le ha puesto en la cara un aire Rottenmeier– ha dicho que el tiempo de las ilusiones ha muerto y la frase parece el acta notarial que nos lleva de la Europa maltrecha que nació entre grandes esperanzas, a una Europa sin esperanzas. Menuda frase: el tiempo de las ilusiones ha muerto. Entonces, ¿qué nos queda? Porque hasta donde sabemos, sin ilusiones no hay vida. Y la vida imita al arte: el trayecto actual ya estaba escrito. ¿Por Jean Monnet? Hasta hace poco, sí, pero se ha desviado fatalmente y nosotros también. Acudamos, pues, al arte, que es un consuelo en tiempos de aflicción y una alegría en tiempos de bonanza.

Estaba escrito –o profetizado– por Dickens en su novela Grandes esperanzas y por los Rolling Stones en su canción Sin esperanzas, que, por cierto, versionó Joan Baez, ahora de nuevo en la palestra por su relación con Dylan en los años que transcurre la película Un completo desconocido. Siempre le he encontrado un regusto amargo al final de la novela dickensiana –de la pobreza a la riqueza y vuelta a empezar– y en la letra de Jagger y Richards el protagonista, desolado, pide que le metan en un tren o en un avión y lo manden lejos de donde ha vivido. No se va él a una estación de tren o a un aeropuerto y compra un billete para largarse, sino que pide –sin fuerza ni esperanzas– que se ocupen de él y le faciliten la escapada. ¿De la II Guerra Mundial quién se acordaba? ¿Y de la Primera, que fue mucho más cruel?

«A lo mejor en silencio oímos cómo se acerca la tormenta sin interpretaciones interesadas»

En el imprescindible Sonámbulos, de Christopher Clark –y perdón por repetirme– puede leerse cómo la mezcla de mediocridad, engreimiento y torpeza de los gobernantes europeos a principios del XX, llevó al continente al desastre de la Gran Guerra. Se creían protegidos por la estabilidad de sus coronas reinantes, pero no bastó y la mayoría de esas coronas rodó por tierra entonces. ¿Y ahora?: del mitológico rapto de Europa por un toro a su abandono por otro toro de rodeo americano, el agotamiento y el desconcierto es lo que cunde, vestido con entusiastas discursos prebélicos y otros pacifistas, o la piel de cordero que camufla al lobo. ¿Y si todos callaran un rato? A lo mejor en silencio oímos cómo se acerca la tormenta sin interpretaciones interesadas. Suele el desasistimiento venir vestido de un exceso de ruido.

El dueño de Mercadona dijo esta semana que un millón de españoles –los valencianos– se habían sentido desasistidos en la catástrofe de la dana. No asistidos, ni defendidos o socorridos por el Estado al que pertenecen. Nada nuevo bajo el sol y no necesitamos remontarnos a 1808 y la invasión de la Grande Armée. Durante las revueltas del año 17 de este siglo en Cataluña, la mitad de los catalanes más el resto de españoles que las contemplaban con algo más que preocupación, se sintieron también desasistidos. Hasta que el Rey habló y acabó el desasistimiento. También tras la dana, fue el Rey quien dio la cara presentándose en Paiporta y aportó el consuelo y la taumaturgia de la Corona. Y durante la pandemia –antes, durante y después del encierro– la sociedad española vivió otro desasistimiento, entre un sinfín de ruedas de prensa como si fueran jarabes para la tos y los ciudadanos, niños de guardería.

«Esperemos que la realidad sepa driblar el significado de esa frase las veces que haga falta»

Si contemplamos en perspectiva las tres desgracias –inundaciones mortales, asalto a la convivencia y un virus exterminador paseando entre nosotros– la verdad es que no parece que lo tengamos bien ante cualquier nueva desgracia que nos ataque. Y la que se vislumbra en el horizonte –y ojalá sólo se vislumbre y quede en amenaza y temor– pinta peor y sería un compendio de las anteriores elevadas vaya usted a saber a cuánto. Mientras tanto, olvidamos para sobrevivir, el viejo recurso, pero ahí está la señora Von der Leyen para recordarnos algo que estábamos muy lejos de sospechar: que el tiempo de las ilusiones ha muerto. La frase se las trae; esperemos que la realidad –sin interferencias: no nos fiamos de tanto aprendiz de brujo suelto– sepa driblar el significado de esa frase las veces que haga falta.





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