Hay un par de líneas fascinantes en la nota de prensa que publicó esta semana el Tribunal Constitucional sobre la amnistía, que ha sido finalmente avalada. «Este Tribunal solo puede realizar un enjuiciamiento jurídico de la norma impugnada, y no un juicio político», dice. Y apenas unas líneas más abajo, continúa: «La sentencia considera que la ley impugnada responde a un fin legítimo, explícito y razonable. Así se deduce tanto del texto normativo como de su preámbulo, donde se manifiesta que la amnistía tiene como propósito reducir la tensión institucional y política generada por los hechos del procés y facilitar un escenario de reconciliación». No podemos mojarnos… pero en verdad nos parece bien.
El TC no puede hacer un juicio político, pero sí se permite decir que su objetivo es la reconciliación, que claramente no es un argumento jurídico. Decir que el objetivo de la amnistía es la «reconciliación» es obviamente un juicio político, específicamente de la política como puro simulacro, de la política como un teatro de sombras. Es decir: el TC no solo ha hecho un juicio político al afirmar esto, sino que ha hecho un juicio partidista. Porque solo quienes trabajan para el partido o para que sobreviva el partido pueden afirmar algo así. Si la Ley de Amnistía hubiera tenido como objetivo la reconciliación, sus redactores (que son los mismos que se beneficiaron directamente de ella) habrían tendido puentes con la oposición. Si la Ley de Amnistía hubiera tenido como objetivo la reconciliación, el Gobierno habría intentado hacer pedagogía, y no habría insistido durante meses y años que no haría lo que acabó haciendo.
La baja aprobación ciudadana que tiene esta ley (un termómetro infalible de la popularidad o impopularidad de algo es comprobar si el CIS ha preguntado sobre ello; preguntó sobre el apagón una semana después de que se produjera, pero todavía no lo ha hecho sobre la amnistía) es un claro ejemplo de que no busca la reconciliación, sino precisamente lo contrario: la amnistía busca la confrontación, agrandar la brecha entre amigo/enemigo. Pero es, sobre todo y como han insistido innumerables voces críticas, un gran acto de corrupción. Precisamente ahora que el Gobierno está siendo acosado judicialmente por varios casos de corrupción, merece la pena recordar que el Gobierno modificó el delito de malversación para beneficiar a sus socios políticos, que estaban condenados no solo por robar dinero público sino por hacerlo para financiar una causa antidemocrática.
La nota de prensa del TC tiene más ejemplos delirantes de farfolla retórica para justificar lo injustificable. Por ejemplo, considera que no es una «autoamnistía», como ha sugerido la Comisión Europea, porque quienes la votaron en el Congreso no son los acusados. Da igual que fuera redactada y negociada por el propio Puigdemont, un delincuente fugado (se nos olvida, comprensiblemente, que volvió a España a dar un mitin y volvió a fugarse: otro ejemplo de negligencia gubernamental o, probablemente, connivencia), y que lo hiciera junto a otro (presunto) corrupto como Santos Cerdán.
«La respuesta del TC es también un ejemplo más, y son demasiados, de populismo institucional»
También dice, en un loable ejercicio de trilerismo, que una autoamnistía es «propia de sistemas políticos autoritarios o de Estados en transición, dictadas o autorizadas por quienes se benefician de tal inmunidad o por las instituciones que han perpetrado esos actos o amparado a sus autores, para impedir la investigación y persecución de conductas constitutivas de los más graves crímenes contra los derechos humanos». Como España es una democracia liberal, no es una autoamnistía. Y tan contentos.
La respuesta del TC es también un ejemplo más, y son demasiados, de populismo institucional. Hace una década pensábamos que la amenaza a las democracias liberales era externa, una especie de contagio que nos llegaba desde fuera (el trumpismo, el populismo chavista, el brexit), o un fenómeno natural que nos sobrevenía; desde hace unos años está quedando claro que el verdadero problema está dentro.
