«Hasta que no cierren los dos puntos de venta que quedan… la imagen del barrio seguirá vinculada a la droga». Pitis fue, durante muchos años, el supermercado de estupefacientes de gran parte de los yonkis del noroeste de Madrid. Un megapoblado con sus propias leyes donde la cocaína y la heroína eran el principal motor económico de la zona.
Más allá de la espontaneidad de Ramón el Vanidoso, personaje que acarició la fama gracias a un reportaje de Callejeros, un peregrinaje de drogadictos sin nombre ni rostro continúa deambulando en la actualidad por las proximidades de Arroyo del Fresno, perteneciente al barrio de Mirasierra. Un enclave urbanístico, dicho sea de paso, que se ha disparado en los últimos años.
Un simple vistazo en Idealista sirve para hacer una rápida radiografía: el inmueble más barato a la venta cuesta 850.000 euros, aunque la mayoría supera los 1,1 millones. Y respecto al alquiler, aunque hay menor oferta, los precios no ceden, situándose entre los 2.500 y los 3.800 euros mensuales.
Algunos de sus vecinos llevan años protestando por tener que contemplar estampas «desagradables» vinculadas con estos toxicómanos. «Te terminas acostumbrando, pero no dejas de sentir algo de inseguridad. Sobre todo por mis hijos… Es justo en la estación de Renfe donde más se les ve. Y también jeringuillas por el suelo», apuntaba Mario, quien reside en la cercana calle Gloria Fuertes.
Un taquillero de la parada de Metro de Pitis confirmaba ayer que muchos de estos adictos, aunque «intentan pasar desapercibidos», fuerzan «muy a menudo» los accesos que conducen hasta la sección de Cercanías. Otros optan por, desde fuera de la estación, trepar la verja para introducirse. Todo para llegar hasta el andén, cruzar las vías, y atravesar un pequeño monte que les dirige directamente hacia las chabolas. «Es el camino más directo», remataba el taquillero.
Fuentes policiales deslizan a este diario que, actualmente, la venta de droga se produce en dos chabolas. Conocen perfectamente el problema, pero están «con las manos atadas» ya que la mayoría «consume en el interior de estas infraviviendas». «Una de ellas ya está pendiente de desalojo. Pero es posible que paguen y se hagan con alguna otra cercana, que es lo que suelen hacer. Con eso consiguen que comience de cero todo el proceso», explican, haciendo hincapié en el lujoso Mercedes que conduce el patriarca de este clan, recién salido de la cárcel: «También nos consta que sus familiares venden droga en una plaza próxima a la estación de Fuencarral».
Entre los agentes de la zona, además, se genera el conflicto moral de si es positivo o negativo actuar contra los toxicómanos y quitarles «las pocas micras que lleven». «Si lo haces sabes que robarán a coches o a vecinos para comprar más dosis, porque esas personas tienen una enfermedad… Y eso generaría más conflicto en el barrio».
El dueño de un concurrido comercio de la zona también conoce de primera mano este problema. Tanto él como sus trabajadores les ven, casi a diario, pululando frente a su local. «No se cortan, se esconden entre los coches o dentro de los matorrales para chutarse«, comentaba este hostelero, agregando que, en alguna ocasión, él también ha sufrido las consecuencias del mono de estas personas: «Moralmente no podemos hacer distinción entre quién entra y quién no, pero hace poco vino un chico que quiso irse sin pagar… Lo dijo abiertamente. Nos salió más rentable regalarle la cena antes que lamentar no haberlo hecho. No queremos problemas«.
Uno de los portavoces vecinales de Arroyo del Fresno, quien prefiere no ser identificado, percibe este problema desde hace años. Sabe que son dos familias de etnia gitana las que se dedican al tráfico de estupefacientes. Que sus proveedores les pasan la droga desde la propia M-40. «Se paran en el arcén 30 segundos, les dan la mercancía, reciben el dinero y continúan su marcha», precisa. Y también que, a los integrantes de estos clanes, se les ve a la legua por su barrio: «Allá donde van montan mucho alboroto, gritos y ruido… No son precisamente educados. Pero los vecinos, por miedo, callamos. Si les dices algo te puedes buscar la ruina».
Respecto a los toxicómanos, rara vez realizan un robo con intimidación o violencia. Suelen estar atentos a despistes, sobre todo en el interior de los coches. Bien lo saben los conductores de VTC que dejan en las inmediaciones sus vehículos privados para comenzar su jornada laboral dentro de los Uber estacionados en un parking disuasorio cercano. Algunos de estos profesionales confirman que también han pagado el plato del mono: «Nos han robado las baterías de los coches, la gasolina… Y también nos han roto los cristales buscando objetos de valor dentro».
«El problema de estas chabolas es que están muy próximas a una zona verde ideal para hacer running o pasear a los perros… Pero cualquiera se mete por ahí», contaba ayer otro de los residentes, visiblemente enfadado, refiriéndose a uno de los túneles que separa las urbanizaciones de las infraviviendas.
Ya el año pasado hubo una redada en estas chabolas que se saldó con la detención de cinco familiares del mismo clan por traficar con cocaína y heroína, además de regentar en la localidad de Valdemanco una vivienda con un cultivo de cannabis con más de 600 plantas.
Por el momento, y hasta que las autoridades pongan el punto y final a estos núcleos de droga, el barrio de Arroyo del Fresno seguirá exhibiendo una doble cara. La construcción de todas las nuevas urbanizaciones supusieron el principio del fin del macrocomplejo de infraviviendas que se hizo tan famoso décadas atrás. Se estima que aquí llegaron a convivir 160 familias. Pero en 2005 se desmantelaron la mayoría de ellas costándole a las arcas madrileñas 7,8 millones de euros.