Joe Biden llegó a la presidencia de los Estados Unidos como un político del XX en un siglo equivocado. Muchos veían en su historial de maverick a una figura alejada de los sectarismos partisanos que tanto habían caracterizado la primera presidencia de Trump. Amigo de John McCain –otro maverick, aunque en el lado republicano del tablero–, Biden pasaba por ser un candidato más centrado que Barack Obama, su antecesor demócrata, de quien fue vicepresidente. El mensaje de su campaña no fue otro que el de restañar heridas y tender puentes. La herencia que recibió fue endemoniada: una crisis económica rampante como consecuencia de la pandemia y el colapso del comercio mundial.
Apenas han pasado cuatro años, pero parece ya un siglo. Su presidencia, sin embargo, se vio sacudida desde el inicio por varios temporales. Desde el primer día, se puso en duda su estado de salud por sus frecuentes lapsus de memoria y por su falta de reflejos. Biden quizás pensó que su presidencia iba a ser corta y que no podía dar por asegurados los ocho años habituales. Se ha dicho y se ha escrito a menudo que el legado de los presidentes se dirime en los últimos cuatro años. Sea o no así, Biden decidió pisar el acelerador casi de inmediato y él –o su equipo– viraron a la izquierda: en la protección del medio ambiente, en la puesta en marcha de un programa masivo de inversiones en infraestructuras y en el impulso de una política exterior más ambiciosa pero también más atlantista, más siglo XX para entendernos.
«En los cuatro próximos años asistiremos a una aceleración de las políticas de la nueva derecha, de forma más cesarista»
Los resultados fueron inmediatos y la economía americana se recuperó con gran celeridad gracias al uso masivo de esteroides. El precio a pagar fue una inflación y un endeudamiento desbocados. A pesar del crecimiento, la fractura social no se redujo; más bien al contrario. Inmersos en una revolución económica y tecnológica, estamos asistiendo además a otra revolución de las ideas que no parece dirigida por el acostumbrado mandarinato de la industria del espectáculo, sino en gran medida por el malestar de las masas.
Resulta muy difícil saber cómo juzgará la historia a Joe Biden. A Merkel y Obama se los subió a los altares desde el principio y hoy nuestro juicio resulta más matizado. Quizás con Biden suceda lo contrario y, pasado un tiempo, lo veamos como el último representante de la mentalidad atlantista que define el medio siglo largo de pax americana. Vaya uno a saber. Trump lo definió así en una ocasión: «Es un cadáver y aún no se ha dado cuenta». Ahora ya forma parte del pasado y con él muchas más cosas de las que creemos. Decimos adiós a una generación de políticos, a la cultura de toda una época. Entramos, de este modo, en un período nuevo que podemos denominar «reaccionario», no en el significado usual del término, sino en el etimológico: aquel que reacciona contra las tendencias fundamentales de su tiempo.
La derrota última de Biden se mide en proporción a la victoria de Trump, exactamente igual que sucedió con Obama. Nos habla de un mundo dividido en un sentido distinto al que pensaba el ecosistema de pensamiento liberal. Punto de cesura o de corte, cabe pensar que en los cuatro próximos años asistiremos a una aceleración de las políticas de la nueva derecha, de forma probablemente más cesarista. Es como si las viejas tesis de Spengler regresaran un siglo después. El mundo conocido se derrumba a nuestros pies. Seguramente porque ya no se sostenía.