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Elogio intempestivo del cine musical, por Manuel Arias Maldonado

by Marko Florentino
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Este año que termina nos ha traído el estreno de Emilia Pérez, película de Jacques Audiard que ganó el Gran Premio Especial del Jurado en el Festival de Cannes y ha llegado a las primeras páginas de todo el mundo gracias a su inédita propuesta: una historia que combina cine musical y temática trans en el México del narco, los asesinatos y la corrupción. Pocos filmes recientes se han demostrado tan controvertidos; algunos lo colman de elogios y otros no estamos tan convencidos. Pese a ser un producto comercial diseñado de manera impecable, pues hace un llamamiento conjunto a los espectadores del cine de prestigio y a los jóvenes concernidos por la política de género, su lugar en la larga historia del cine no parece asegurado. En cualquier caso, como solía decir Pauline Kael, una mala película puede ser representativa de su época; sea lo que sea Emilia Pérez, genialidad o fracaso, nadie puede negar que pertenece a su tiempo.

Me parece que debemos reprochar a Audiard que se adentre folclóricamente en una realidad —la mexicana— de la que no parece saber mucho, limitándose a utilizar sus clichés más reconocibles y perpetuando con ello su vigencia. Por desgracia, el vehículo empleado para ese viaje turístico no es tampoco el más apropiado: el auteur francés nos cuenta la historia inverosímil del asesino sanguinario que, tras convertirse en una bondadosa mujer, se dispone a emplear su fortuna en la búsqueda de los desaparecidos por la violencia política del narco. En ese implausible camino de redención, su aventura amorosa con la mujer de un asesinado —una que se llama Epifanía y prefiere que su marido siga muerto— causa en pantalla vergüenza (dramática) ajena.

Para colmo, los números musicales carecen de la continuidad deseable; no sabemos por qué abundan en la primera parte de la película y escasean en la segunda, ni queda clara del todo su función en términos del contraste entre realidad y fantasía. Imbuidos de una estética tik-tokera, pocos de ellos funcionan y solo Zoe Saldaña sale con bien de aquellos que —con la excepción del que se desarrolla en una clínica de cirugía estética— protagoniza con brío admirable. Sobre las dos secuencias finales, un asedio armado con final trágico y el paseo en procesión de una Virgen con los rasgos de la fallecida Emilia Pérez, mejor será correr un tupido velo crítico.

Pero ya he dicho que otros comentaristas y una parte del público aplauden la película, elogiando la originalidad de su planteamiento y disfrutando con su apuesta formal; quizá el equivocado sea yo. Y nunca se sabe cuál es el destino que aguarda a un estreno: puede ser la película de la temporada y olvidarse a continuación, o bien ser rechazada de primeras y encontrar sus adeptos medio siglo después. En ese sentido, justamente, hay que celebrar que haya vuelto a las pantallas —yo la vi en un pase de la Cinemateca de Lisboa— y las plataformas una obra de sinuosa trayectoria crítica que también se inscribe en el género musical: la Corazonada de Francis Ford Coppola. Hablamos también de una película arriesgada: lo fue cuando se estrenó y lo sigue siendo.

Claro que la maniobra de Coppola allá por 1982 fue mucho menos calculada que la de Audiard, quien al fin y al cabo dedica su película a un tema de moda; tan mal calculó Coppola, de hecho, que el estudio que había fundado para dar cobijo a realizadores de todo el mundo —los Zoetrope Studios— acabó su breve andadura debido al fracaso comercial del film. Cuando se ve en una sala de cine la versión remasterizada que el propio director italoamericano ha supervisado, sin embargo, la brillantez superlativa de Corazonada queda ratificada de inmediato. He aquí una obra visionaria que miraba al pasado de Hollywood —en este caso simbolizado por los musicales MGM de los años 30— para reinventar su futuro.

«Dar la espalda a ‘Corazonada’ —pésima traducción del original ‘One from the Heart’— es dársela a la entera historia del cine»

Por desgracia, Coppola se dirigía a un público inexistente: la película fue un enorme flop y el sueño de Zoetrope terminó justo cuando acababa de empezar. Justo es añadir que la idea de crear una gran fábrica del cine de autor —Wim Wenders llegó a rodar El hombre de Chinatown y Jean-Luc Godard se planteó rodar allí su proyecto de film americano— sobrepasaba las habilidades gestoras del realizador, que ha reconocido que la monumental empresa —sobre la que fabularía en Tucker de manera tan brillante como autocomplaciente— arrastraba insuperables problemas de gestión. Así que Corazonada queda como el glorioso atisbo de lo que pudo ser y no fue: una película que se desarrolla en una ciudad de Las Vegas reconstruida por entero en el estudio, artificio sobre artificio, hazaña asombrosa que se apoya en el diseño de producción de Dean Tavoularis y en la fotografía de Vittorio Storaro.

La cámara de Coppola puede así desplazarse de un escenario a otro con gracilidad desacostumbrada, introduciendo dos acciones paralelas en el mismo plano en correspondencia con la trayectoria que siguen los dos protagonistas. Interpretados por Frederic Forrest y Teri Garr, Hank y Frannie se separan al comienzo del film tras una nueva querella romántica y se reúnen al final tras haber tonteado con otras posibilidades amorosas; el suyo es un happy ending sospechoso, pues que lo que hemos visto sugiere un patrón recurrente de separaciones y reconciliaciones del que quizá solo hemos visto un penúltimo ejemplo. Por el camino, Raúl Juliá y Nastassia Kinski ejercen como sensuales tentaciones para cada uno de los amantes, incapaces sin embargo de romper los lazos que los unen: ni siquiera el viaje a los Mares del Sur, con el que tantas veces ha soñado esa Frannie que trabaja en una agencia de viajes, logra separarla de Hank. Este último comprende a tiempo su error y lucha por recuperar a Frannie, a quien ya fue infiel en el pasado; el fraseo sardónico de Tom Waits comenta impasible sus tribulaciones: «It’ll cost you to get out of this one, Junior / She’s got big plans that don’t include you / Take it like a man».

Y eso —aceptarlo como un hombre—hubo de hacer Coppola después del fracaso del film, obligado a pagar deudas durante décadas en las que no dejó de hacer buenas o excelentes películas, algunas de ellas —pienso en Drácula— emparentadas con Corazonada en su empleo intenso del rodaje en estudio y en el recurso a trucos visuales que ya empleaban los clásicos; los mismos que tratan en vano de salvar la fallida Megalópolis. Pero este portentoso musical merece ser redescubierto por los espectadores de hoy: dar la espalda a Corazonada —pésima traducción del original One from the Heart— es dársela a la entera historia del cine.

Pero volvamos al cine musical, tantas veces dado por muerto y otras tantas resucitado. Tanto Emilia Pérez como Corazonada representan dos posibilidades distintas del género, que como bien sabemos abunda en ellas. Recuérdese que no queda mucho para que cumpla cien años la primera película sonora del cine: El cantor de jazz. Han sido así décadas de experimentación con la imagen, la música y el baile; una trayectoria alimentada con frecuencia por el musical de Broadway o el West End. Hasta hace unos años, la programación navideña de nuestras cadenas televisivas proyectaba con fruición los clásicos del género: de Cantando bajo la lluvia a Un americano en París, pasando por Sombrero de copa o West Side Story.

«La vinculación clásica del musical con una temática alegre o festiva no puede darse por supuesta»

En su modalidad clásica, como es sabido, lo que parece una película ordinaria en la que los personajes se relacionan entre sí pasa a ser otra cosa en el momento en que esos mismos personajes se ponen a cantar y/o bailar una música que suele tener carácter extradiegético (o sea, que no procede de la propia acción mostrada en la pantalla); por eso hablamos de los «números» del cine musical. En otras ocasiones, los personajes cantan y sin embargo no bailan; eso ya lo hacía Lubitsch en los años 30 y luego lo bordó Jacques Demy en Los paraguas de Cherburgo; hace tres años, Leos Carax recuperó ese formato con Annette. También puede suceder que se cante desde «fuera», como hacen Tom Waits y Cystal Gayle en Corazonada: los temas musicales van glosando la acción del film y los personajes no cantan, aunque bailan en un par de ocasiones. En Conocemos la canción, de Alain Resnais, los protagonistas entonan en playback famosas canciones pop que les permiten expresar sus sentimientos.

Por otro lado, la vinculación clásica del musical con una temática alegre o festiva no puede darse por supuesta: si ya eran tragicómicas Ha nacido una estrella, West Side Story o Los paraguas de Cherburgo, el componente dramático del musical se acentuará en filmes como All that Jazz o Dancer in the Dark. Y si bien se han ido filmando cada vez menos musicales, el género ha sabido reinventarse, cosechando éxitos recientes en la taquilla (La La Land) y entre los críticos (Ema). Por el camino, algo se ha perdido: los especialistas. Ya no hay bailarines como Fred Astaire y Gene Kelly, auténticos portentos de la danza, a los que acompañaban Ginger Rogers o la fabulosa Cyd Charisse. Por desgracia, el género ya no tiene la fuerza necesaria para sostener a una clase actoral especializada y de ahí que las coreografías no suelan ser lo que eran (con excepciones como las que encontramos en el número de la autopista de La La Land o en el West Side Story de Spielberg). ¡No se puede tener todo!

Pues bien, una vez que se ha dado una impresión suficiente de la variedad que caracteriza al género, quisiera defender la idea —la tesis— de que el cine musical es el género cinematográfico por excelencia, por ser aquel que mejor expresa la singularidad del cine como medio artístico.

Y eso, ¿por qué? ¿Qué tiene de especial o diferente el cine musical? Es fácil responder a eso: su singularidad reside en que los personajes, aparentes protagonistas de una narración convencional, abandonan la normalidad para cantar y bailar… antes de regresar como si nada hubiera pasado a esa misma normalidad. Pero claro que ha pasado algo: la realidad en la que se encontraban se ha roto de manera inexplicable y repentina. Esta ruptura es total, pues supone la aparición de un orden de cosas completamente diferente y que se rige por reglas también distintas, ajenas tanto a la vida que está fuera de la pantalla como a lo que venía sucediendo hasta ese momento en la pantalla. Eso no sucede en ningún otro género cinematográfico, ni siquiera en el fantástico o de terror. Y esa ruptura tiene lugar —solo puede tener lugar— mediante el uso de las herramientas expresivas que son propias del cine.

«El cine musical depende más que ningún otro género de los instrumentos formales que el cine pone a disposición de sus creadores»

Bien puede decirse entonces que el cine musical es cine puro: depende más que ningún otro género del uso de los instrumentos formales que el cine pone a disposición de sus creadores. De pronto, la música empieza a sonar sin que sepamos de dónde viene, mientras los personajes responden a ella con completa naturalidad, cantando y bailando en un escenario que a menudo también se transforma por medio de la iluminación y la decoración: recordemos la mutación que va experimentando el escenario de fantasía donde se desarrolla el largo desenlace de Un americano en París; el lugar encantado donde se desarrolla Brigadoon, por su parte, tiene todo él carácter fantástico.

La realidad así creada es una realidad puramente cinematográfica, que debe su existencia a la capacidad del cine para generar ilusión de realidad. Pero en el cine musical se produce una transformación dentro del simulacro en el que ya nos hemos instalado cuando vemos una película, cualquier película, sea cual sea su género. La aparición de una realidad nueva en el interior de la realidad fílmica —una realidad musical— manifiesta la esencia del cine. El mundo ordinario —que en pantalla ya es una realidad recreada artificialmente— se ve sustituido por otro que cobra forma ante nuestros ojos. Esto pasa a veces literalmente, porque los personajes se preparan antes de empezar el número: corriendo a una esquina o mirándose unos a otros con complicidad antes de mover los pies.

Lo que aparece ante nosotros es inexplicable, como es inexplicable que el cine sea capaz de simular una vida que es algo más que la vida. Esa nueva realidad introducida por la música, que a menudo insufla nuevas fuerzas en los personajes, como si los animara, constituye de hecho una mejora o multiplicación de la vida previa. O bien: el cine musical intensifica la vida al transformarla. En el musical clásico, la ruptura suele venir provocada por una explosión de alegría, incluso aunque los personajes estuvieran hasta ese momento sumidos en la tristeza: llegan de repente el entusiasmo, la felicidad, la efervescencia. Es la vida máxima, esa que solo el cine puede crear; una emoción a raudales que activa lo mejor de nosotros y desactiva lo peor.

Por eso el musical es un género optimista, ya que incluso cuando es dramático ofrece a los personajes una vía para la catarsis y quizá la redención. En Dancer in the Dark, el personaje interpretado por Björk halla en la música refugio para una realidad desagradable; y por algo ha dicho Albert Serra que Brigadoon es una metáfora del cine: un lugar de felicidad en el que refugiarse. Y si la aldea escocesa del título solo cobra vida durante un día cada cien años a fin de preservar la inocencia de sus habitantes, así se mantiene intacto para nosotros el tesoro del cine clásico.

«En el cine musical, la vida adquiere una cualidad diferente; lo hace a través del cine y sin necesidad de salir del cine»

Hay en Melodías de Broadway 1955 una escena formidable en la que Fred Astaire y Cyd Charisse, enamorados todavía no unidos entre sí, pasean de noche por un parque. No saben cómo expresar lo que sienten, algo les impele a dirigirse al otro; indecisos, se limitan a caminar en silencio el uno junto al otro. De repente, algo los mueve y hacen, cada uno, un paso de baile, avanzando grácilmente hacia delante, deslizándose sobre la gravilla del parque. Es solo un instante; enseguida vuelven a caminar con normalidad y continúan en silencio. Pasados unos segundos, sin embargo, ese impulso reaparece y esta vez se entregan a él: suena estruendosa la música, los dos empiezan a bailar, ya no pararán. Esa maravillosa anticipación es reveladora de un orden subyacente que borbotea bajo la vida ordinaria, luchando por manifestarse; quiere estallar a través de la música y de los cuerpos en movimiento. El musical, en ese sentido, nos muestra una vida abierta a lo maravilloso, capaz de trascender lo real y elevarse hasta alturas insospechadas. ¿Acaso no termina bailando en el techo el Fred Astaire de Bodas reales? ¡Y cómo baila!

Así que en el cine musical, la vida adquiere una cualidad diferente; lo hace a través del cine y sin necesidad de salir del cine. Nos percatamos de ello en los momentos de transición, cuando se produce el regreso a la normalidad:  la música cesa, el baile se detiene. ¿Qué ha pasado? Los personajes se comportan como si no hubiera pasado nada: alguno de ellos empieza a hablar, pese a que un momento antes estaba cantando, la acción se desplaza a otro escenario. Sin embargo, no podemos olvidar lo que hemos visto ni es tan fácil regresar a donde estábamos. ¿Otra metáfora para el cine? También cuando termina una película salimos de la sala en penumbra al mundo exterior, donde nos espera la vida con toda su carga de realidad.

Por estas razones, el musical merece ser considerado el género cinematográfico por excelencia y la encarnación del cine en toda su pureza.

En contra de la excepcionalidad del cine musical puede ciertamente decirse que el cine de ciencia ficción, o incluso el fantástico en sentido amplio, también rompen con la realidad y lo hacen asimismo con medios que son exclusivos del cine. Si un personaje entra en una dimensión paralela, recibe la visita de un fantasma o se transporta en el tiempo a la sociedad distópica del año 3143, estamos también en un mundo diferente al nuestro. Y sí… pero no. Recordemos que el cine es un arte ontológicamente realista, porque la materialidad de sus imágenes produce una impresión de realismo que es independiente de la irrealidad de lo representado: tan realista es en pantalla una familia italiana que almuerza en Nápoles como los replicantes de Blade Runner o las andanzas de Drácula. Cualquier realidad adquiere verosimilitud en pantalla; aunque solo sea hasta que acabe la película. De alguna forma, todo cine es a la vez fantástico y realista.

Ocurre  que el cine musical no propone el tránsito de un espacio-tiempo a otro diferente con arreglo a un código realista, sino la suspensión de la realidad ordinaria, que es subvertida y transformada sin explicación lógica: de repente, todo el mundo se pone a cantar y bailar, como si eso fuera lo más normal del mundo. De hecho, las canciones glosan la acción o reflejan el estado de ánimo de los personajes como si hicieran un aparte; la realidad es retomada sin aspavientos una vez que los violines dejan de sonar. No es una realidad fantástica, ni terrorífica, ni futurista: es la misma realidad transustanciada felizmente… sin dejar de ser esa misma realidad. Estamos ante una ruptura interior, que eleva a los personajes a un plano que desde luego es maravilloso, pero no fantástico. Es real e irreal a la vez: como el cine. Y, quizá, como la vida misma.





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