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Embajadas de otro tiempo, por José Carlos Llop

by Marko Florentino
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El jueves de la semana pasada, estaba llegando a mi hotel en Madrid cuando frente al Cuartel General del Ejército, vi pasar a la corte de Moctezuma. O mejor, una embajada de la misma, porque toda no hubiera cabido en Cibeles, pero ahí estaba Moctezuma, una o dos princesas aztecas y un breve séquito no supe muy bien si de sacerdotes o guerreros, con capas y plumas y destellos de oro. Como la gente está muy pesada y no para de hablar de Trump, pensé antes que nada en Trump: ¿eran migrantes abandonados por Trump? Después volví a pensar en Trump y su repentina vocación de descubridor de América, simbolizada en la toponimia. Y cuando iba a pensar otra vez en Trump, recé una jaculatoria y contemplé el destello de la corona solar de Moctezuma y los coloristas arreos de aquellos embajadores de un tiempo ido. ¿Ido? ¿Y si lo eran de un tiempo vuelto? Y si era así, a qué habían venido a España: ¿a pedir explicaciones, o a pedir ayuda ante la nueva política migratoria estadounidense? Desde luego a Hernán Cortés no se le veía por ninguna parte y eso que minutos antes habían pasado por delante del Instituto Cervantes.

En mi fiebre por la fantasía indigenista no se me ocurrió que pudieran ser estatuas vivientes de las que se fotografían con los turistas o, tal vez, figurantes de la escenografía del estand mexicano en Fitur, que acababa aquellos días. Me recordaron algún episodio de El templo del sol –aunque en el álbum de Tintín fueran descendientes de los incas y no de los aztecas– y sólo alcancé a vislumbrar el baile de nombres, que viene de antiguo: Mar de España, Golfo de Nueva España, Golfo de Méjico y ahora –si no muta trumpianamente en Golfo de América–, Golfo de México. Hay que ver lo que hace la política. Cómo infecta y contagia y cómo se lo debe de estar pasando en la tumba, un suponer, Americo Vespuccio. Y de paso, por barrer hacia casa, imagino el descontento de don Américo Castro. 

«Así nos va, desvalidos hasta en la lengua que por mucho que le pese al señor Audiard es una de las más ricas del mundo-mundial»

¿Hay alguien ahí? Detrás de la pulsión toponímica, quiero decir. Porque los refuerzos más inmediatos no han venido, precisamente, del historicismo anglosajón sino del director de cine, Jacques Audiard, que ha dictaminado, no sabemos desde qué trono más allá de haber dirigido una película seleccionada para los óscares –Emilia Pérez, su título– que «el español es la lengua de los pobres». Ya dije que la mañana del jueves añoré la figura de Hernán Cortés en la comitiva. Así nos va, desvalidos hasta en la lengua que por mucho que le pese al señor Audiard es una de las más ricas del mundo-mundial y no sabe la riqueza que tenemos los que la hablamos y leemos, por pobres que nos encuentre, que eso no lo voy a discutir porque es una sandez. Y, sobre todo, un asunto de Estado, no de particulares. Por menos se retiraban cartas credenciales al ofensor y se enviaban unas barcazas bien artilladas al lugar de la ofensa.

Se veía venir: empezamos con Derrida, sus deconstrucciones y otros malabarismos para deslumbrar al recién llegado, al ignorante y al esnob, y se acaba en el menosprecio y el insulto. Y lo que es más grave: con la complicidad del colaboracionista, tanta ha sido la fascinación universitaria por Derrida & Co, que aún quedan flecos y vaya usted a saber si algún resto en la Casa Blanca. En otro tiempo se habrían mandado esas barcazas con una tripulación compuesta por académicos de la RAE y otro tanto de la Real Academia de Historia y, hala, a rescatar con sólidos argumentos científicos el Golfo de Méjico, con jota, aunque sólo fuera por ver la reacción de la señora Sheinbaum. Pero quiá, no caerá esa breva. Somos tan comprensivos…

Y, sobre todo, ya no tenemos aliados y nadie lee las Crónicas, una maravilla que si fueran, por ejemplo, inglesas o francesas conocería el mundo entero. Nos falta Octavio Paz, que lo explicaría todo sabiamente. Nos falta José Emilio Pacheco y nos falta Sergio Pitol. Pero nos queda Alvaro Enrigue, cuya novela Tu sueño imperios han sido, ayudaría mucho a saber dónde estamos y por qué mejor no cambiar nada. Sobre todo de la lengua: ni siquiera los nombres. 

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