Fernando se quita la camisa, deja caer su cuerpo en la silla de plástico de la cocina donde suele desayunar, suspira y la luz tarda 20 segundos en encenderse desde que pulsó el interruptor. “Solo quiero cerrar los ojos”, afirma. Acaba de aparcar el coche en la puerta del cementerio de Mocejón (Toledo, 5.000 habitantes). Es un Opel Zafira familiar de color azul oscuro y él es un hombre corpulento, con los ojos azules y unas manos rudas. Al bajarse da una vuelta al vehículo comprobando su estado. “Mira cómo me lo han dejado. “Asesino, me ponen”, comenta refiriéndose a los rayajos que tiene en el capó y la puerta del copiloto. Fernando es el padre del joven de 20 años detenido por el asesinato a puñaladas de Mateo, un niño de 11 años que jugaba tranquilamente con sus amigos el pasado domingo en un polideportivo del pueblo. El padre no ha cambiado su rutina desde que sucedió el trágico suceso. Tras pasar por la Comandancia de Toledo junto a su abogada de oficio para visitar a su hijo Juan ―presunto autor del crimen― en el calabozo, el hombre ha acudido como cada día a comer a la casa de su madre, en la calle Juan XIII del pueblo. “Necesito dormir, olvidarme”, apunta, descalzo y con las piernas encima de la encimera mientras apoya la cabeza en los azulejos de la pared.
El interior del domicilio en el que se llevó a cabo la detención de Juan el lunes al mediodía, situado en el mismo municipio en el que ocurrió el crimen, es un lugar en penumbra, con todas las persianas bajadas, y desordenado tras el registro de la Guardia Civil. Fernando había acudido esa mañana a su puesto de trabajo como vigilante de seguridad sin que nada le hiciera sospechar del acto que Juan había cometido 24 horas antes. El uniforme amarillo de trabajo aún puede verse tirado sobre la mesa del salón, donde está todo como si por allí hubiera pasado un huracán. Ropa, sábanas, pilas de DVDs antiguos, un libro de Hanna Montana o unas raquetas de bádminton para niños se amontonan en el suelo y los sillones. El hombre, que ha trabajado como ganadero o albañil en distintos momentos de su vida, parece que todavía no asimila lo sucedido. “Es que yo he coincidido con Matías, uno de los familiares de Mateo que lleva la panadería de los Hermanos Pérez. Es horrible”, recuerda. Él estaba durmiendo la siesta cuando “llamaron a la puerta y preguntaron por Juan. Yo le llamé para que bajara y él lo hizo”. “Al principio yo no me creía lo que decía la Guardia Civil, pensaba que mi hijo había salido directamente a casa de su abuela. Después vi que tenían un montón de datos, que tenían toda la información necesaria para detenerle y le dije que les hiciera caso. Hicieron el registro, dejaron todo como lo ves ahora y se llevaron a Juan detenido. Entonces empecé a creérmelo”, añade. A Fernando también le interrogaron, pero finalmente le dejaron quedarse en la vivienda.
El progenitor define a Juan como un chico con su propio universo. “Es callado, sin amigos, necesita salir a la calle para estar bien, casi sin hambre ni sueño”, lo define. “Desde hace un tiempo ha dejado de hacerme caso. Se ha vuelto un niño contra su padre”, se lamenta al tiempo que actualiza las noticias en su smartphone. Reconoce que padece una discapacidad del 75%, que no toma medicación y que durante el último curso siguió matriculado en el Colegio Público de Educación Especial Severo Ochoa de Alcorcón (Madrid). Anteriormente, estuvo en un colegio religioso del casco antiguo de Toledo, y del que Fernando no recuerda el nombre. También se escolarizó en el colegio público Miguel de Cervantes de Mocejón cuando la familia al completo se mudó allí desde Parla, el municipio madrileño en el que residieron durante los primeros años. Juan nació en un hospital privado y tiene un hermano menor de 16 años. Los padres están divorciados.
Hace siete u ocho días, el presunto autor del crimen llegó a Mocejón para quedarse con Fernando después de unas vacaciones. El muchacho se mostraba igual de huraño que siempre, y seguía unas rutinas muy marcadas. Se levantaba a eso de las nueve, su padre le daba el desayuno, un vaso de leche con colacao, unas galletas y una pieza de fruta, normalmente plátano. Después salía a pasear por el campo y acudía a la casa de la abuela, quien le cambiaba de ropa tal y como hizo la mañana del domingo 18 de agosto. Allí comía para luego regresar con Fernando a casa y pasar la tarde en el patio trasero “al sol”. A las once de la noche se marcha a dormir.
El sábado 17 de agosto Juan se fue a la cama como cualquier otro día y el domingo, día en el que ocurrió el crimen, padre e hijo desayunaron a primera hora juntos en la cocina, donde un reloj de pared se quedó parado algún día a eso de las ocho y cuarto. Juan se vistió y se fue a la calle.
—¿Llevaba algún objeto cuando salió de casa?
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—No. Comprobé su ropa, que no estuviera sucia, y que llevara la documentación y el teléfono, dice Fernando.
En torno a las once de la mañana el padre llamó al hijo. Juan ya estaba junto a la abuela, duchándose y cambiándose de ropa —la Guardia Civil, según relata Fernando, encontraría el lunes las dos camisetas que habría usado en el crimen—. A las 12.00 se encontraron en la iglesia para escuchar una homilía más breve de lo habitual. El párroco, don Rodrigo, se dirigió en un momento dado a los feligreses para dar la noticia:
—Han apuñalado a un niño en el pueblo.
Juan no se inmutó desde su asiento y Fernando, por su parte, se quedó un poco más inquieto, “desconcertado como el resto”. Juntos llegaron en el Opel Zafira azul oscuro hasta la calle Juan XXIII, comieron hígado, huevos y patatas fritas. Por la tarde, en el patio trasero de la vivienda, estuvieron en la piscina hinchable para combatir el calor. Fernando consultaba compulsivamente las noticias que iban llegando. Juan se acercó a su padre para ver qué se decía, aunque no mostraba especial interés. La relación entre ambos no es especialmente comunicativa, sobre todo desde que se produjo el divorcio hace nueve años. El padre tiene un menú recetado por un dietista que Juan también aplica. Cenaron ragú de cerdo, una manzana y un yogur. Antes de acostarse subió al ordenador, un LG antiguo donde visualiza continuamente vídeos. “Yo le digo que vea cosas de matemáticas, pero solo pone vídeos incomprensibles y escucha música repetitiva”. Juan encendió la pantalla para ver qué se decía del asesinato de Mateo. Después de unos minutos, se metió a la cama. No tardó en dormirse.
En la mañana de este martes, cuando ya se había producido la detención, el padre pudo intercambiar unas palabras con Juan en el calabozo. Le llevó algo de ropa. Fernando sostiene que su hijo dijo sí a todo lo que le preguntó la Guardia Civil igual que “admite cualquier cosa cuando se siente presionado”. Allí, en los breves instantes que pudo estar con él, el joven apenas habló, pero dejó una frase que el padre todavía intenta comprender:
— Veo máscaras, papá.