«El negro canta y se ajuma,
el negro se ajuma y canta,
el negro canta y se va.
Acuememe serembó, aé, yambó , aé»
Nicolás Guillén
Confieso mi pasión por Tintín. Mi fascinación por sus aventuras en mundos exóticos. Por Tintín he viajado y sobrevivido a peligros, conocido lejanas culturas, momentos peligrosos en oriente, occidente y hasta en la luna. También me hizo conocer los placeres de la vida burguesa, del whisky de malta y el genio de Haddock, los mayordomos, la ópera, los sabios o los queridos inútiles policías. En Tintín estaba lo que queríamos ser. Hasta que nos dimos cuenta de su eterno celibato, fue nuestro mejor modelo de héroe.
Después ha seguido con nosotros, seguirá siempre, aunque no haya conocido amor, desamor, madurez o decrepitud. Somos periodistas por Tintín. E imaginarios aventureros gracias al mundo de Hergé. Uno de aquellos tintines de ayer, y de siempre, ha sido considerado racista, reivindicador del colonialismo y otras muchas cancelaciones. No nos importa, seguimos siendo aquellos que se emocionaron con Tintin en el Congo. No somos vindicadores del colonialismo brutal de Leopoldo de Bélgica, ni del esclavismo, ni de los negreros, ni de la explotación de los cultivos del África colonial. Pero sí somos la memoria de los que leímos.
Tampoco somos ya aquellos niños que bebíamos el Cola Cao, desayuno y merienda ideal, ideallll. Hace tiempo sabemos que aquella alegría del «negrito que cultivando cantaba la canción del Cola Cao» no era tal. Ni te aseguraba meter –«entrar»– los mejores goles, ni ser el dueño de la pista con la bici, ni golpear como un primor en las peleas del recreo. Éramos ingenuos niños del franquismo y estudiamos el mapa de España con unas bonitas provincias lejanas que se llamaban Río Muni y Fernando Poo –me encantaba pronunciar esa doble o– que eran parte de la España colonial y africana. Tierras del cacao y el chocolate, últimos vestigios de un imperio lleno de cutreces, costuras, miserias, olvidos y explotaciones.
Esas historias de cómic, de mapas de un país que hace mucho que no es, de «negritos» con cara de hucha del Domund, de rey Baltasar, guardia mora, diputados en las Cortes de entonces y el futbolista Jones de nuestro Atlético, eran las amables representaciones del África que parecía misteriosa y dulce. Un mundo de dónde venían los leones, tigres, leopardos o elefantes que veíamos en la Casa de Fieras del Retiro. El mundo de ayer, con sus mixtificaciones y mentiras, con sus cuentos y su capacidad de excitar nuestra imaginación. Cuando pasamos de ver el mundo feliz de la infancia, cuando fuimos leyendo, escuchando, viendo otros relatos, otras realidades, nos dimos cuenta que en aquel mundo africano estaba el corazón de las tinieblas.
Después del negocio y la buena vida en los territorios colonizados por los paternalistas «finqueros» –protegidos por el franquismo– llegaron otros mundos descolonizados, liberados del yugo y las flechas, de los himnos de antaño, de la religión y la enseñanza española que, sin embargo, resultaron la muerte, la persecución, la pobreza y la explotación con sus propios gobiernos. Sus propios dictadores.
«Nuestra presencia en Guinea fue una catástrofe. La vida en Guinea después de su independencia es un infierno»
Todo país, todo territorio colonizado, debe conquistar su independencia. Ser libres de otros y dignificar la propia vida construida con los suyos. No siempre es así. Y no lo fue, ni lo sigue siendo, en nuestra penúltima colonia africana, la llamada Guinea Española. Fue peor su vida, su desarrollo, su libertad y sus gobernantes. Del lejano dictador Franco pasaron al «monstruo español» Francisco Macías. Su historia, su gobierno de terror, su paranoica desconfianza, su crueldad y su locura, nos sobrecogen y nos enseñan lo peor del género humano.
El libro de Antonio Caño El monstruo español, sobre la intrahistoria de Macías, nos lleva desde los orígenes de hijo de un brujo de la tribu fang, abnegado servidor, chico para todo, sumiso boy para los colonos españoles, admirador sin fisuras de Franco, que superó las afrentas y agradeció las propinas del poder a la forja de uno de los más crueles dictadores de la historia. Todo un camino de imperfección. Una insólita e indeseable vida de un español africano que creció en un mundo colonial, lleno de oportunistas, interesados, frívolos y corruptos. Nuestra presencia en Guinea fue una catástrofe, un negocio y muchas torpezas. La vida en Guinea después de su independencia es un infierno. Sigue siendo un negocio para otros y una cárcel para muchos.
Antonio Caño, que asistió como periodista al juicio en el cine Marfil de los tiempos en que Malabo era Santa Isabel, ha publicado un relato realista y lleno de documentación de primera mano. Se sirve de un testigo narrador, un profesor español –sea real o imaginario– que vivió los años finales del dictador Macías. Que asistió entre el interés y el pánico a la persecución de todo lo español: libros, enseñantes, costumbres, educación, religión –hasta tener un traje de la primera comunión era peligroso– propiedades, fincas o diversiones. El culto había cambiado. La música y la letra ya eran otras. Los propietarios y explotadores del cacao o la madera, habían regresado a España, muchas veces huyendo en situaciones límites.
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Aquel mundo de progreso económico para los empresarios, una mayoría de catalanes, para los funcionarios españoles que vivían en un mundo plácido e injusto, ya no volvería. Ya no se oiría cantar en sus calles a niños negros, vestidos con el uniforme de jóvenes falangistas, el himno Montañas nevadas, que tanto les costaba entender. Pronto fue cambiado por otro más cercano: Selvas tropicales. Esos jóvenes muchachos obedientes del nuevo Estado, dejaron de ser aquellas juventudes falangistas, la OJE, para desfilar marciales como las escuadras de Juventudes en Marcha. Ahora Franco se llamaba Macías. Pronto cambiarían uniforme e himnos. Ahora eran maoístas, seguidores del presidente Mao y orgullosos con amistad y tributo a la China comunista. No duró mucho. Volvieron a cambiar para ser ahora jóvenes soviéticos y seguidores de Rusia. Sin olvidar las relaciones amistosas con Corea del Norte. Y, sobre todo con de sus amigos, hermanos, de la Cuba de Fidel que hablaban su mismo idioma y muchos tenían su misma piel. Paternalistamente en los tiempos coloniales les llamaron «morenos». La mayoría, fang o bubi, eran negros.
«Destacado papel en la historia de la toma de poder de Macías jugó el intrigante y hábil abogado y notario García Trevijano»
Aquellos amables y serviciales «morenos» que hicieron posible que el ministro de Franco, López Bravo, pudiera cazar su elefante. Hermosa tierra, rica y selvática, con muchos intereses para España. Uno de los más «interesados» en el negocio de la colonia fue Carrero Blanco, que hizo, o permitió hacer, importantes fortunas.
Entre la España que cazaba y se divertía en Guinea, hay que recordar a Manuel Fraga, que fue feliz en los días en que representó al Gobierno de Franco en los alegres días para esa mayoría de ingenuos guineanos que creyeron que con la independencia de España y el Gobierno de Macías, serían más prósperos y más libres. Ni una cosa, ni otra.
Destacado papel en la historia de la toma de poder de Macías jugó el intrigante y hábil abogado y notario García Trevijano. El hombre que inventó a Macías. Responsable de la Constitución, los discursos y de algunas de las más oscuras historias del terror con su protegido, fanático y cruel mandatario. Su forja como dictador fue obra, en parte, del sibilino Trevijano. Su propuesta venció sobre las pretensiones de Castiella, ministro de Asuntos Exteriores, incluso los intereses de Carrero.
«España lo hizo fatal con Macías. Pero supo volver a equivocarse con su sucesor y sobrino, llamado Teodoro Obiang»
Es curioso como el constructor de un régimen totalitario, con partido único y negocios múltiples, Trevijano, también fue años después un personaje de la llamada Plata-Junta, que ayudaría a terminar con los restos del franquismo. Todavía recuerdo que afirmé mi ser monárquico constitucional cuando pensé que alguien como García-Trevijano se postulaba como presidente de una hipotética Tercera República.
España lo hizo fatal con Macías. Pero supo volver a equivocarse con su sucesor y sobrino, llamado Teodoro Obiang. Aquel discreto militar, compañero del rey Juan Carlos en Zaragoza, fue la cabeza del golpe que cazó a su valedor, su familiar, su jefe. Que le hizo huir a la selva, al corazón de las tinieblas, como un tigre herido. Macías quiso supervivir con zarpazos en forma de maletas llenas de dinero para comprar a sus seguidores. No pudo, le abandonaron los suyos y fue ajusticiado. Quizá nunca murió. Dice Caño: «Lo que Macías sembró ha germinado con vigor gracias a la sangre de los guineanos y el calor del trópico. Macías vive».
Un extraordinario relato. Una historia verdadera llena de intrigas y miserias. Un cuento real que nos pone al otro lado del mundo de Tintín. O de Bambi. Una historia de la infamia. Muy recomendable para Moratinos y Zapatero. También para aquel buen lector leonés –ex Director General del Libro– que fue Rogelio Blanco. En fin, creo que no iré en un tiempo a esa hermosa y abandonada tierra. Lo siento.