En Madrid, lo que mejor funcionó durante el gran apagón fue la paciencia. Víctor y Julia son el ejemplo. Llegaron a Madrid procedentes de La Habana a eso del mediodía del lunes, justo unos minutos antes del apagón. Ya en el aeropuerto notaron que algo no iba bien, pero lograron coger un taxi que los llevó al centro. Ahora son casi las ocho de la tarde, y ahí están, justo en la esquina de la calle de Rafael de Riego con una de las puertas, cerradas a cal y canto, de la estación de Atocha. Tenían que haber cogido un AVE a Barcelona y, desde allí, un coche que tenían apalabrado hasta Andorra, su lugar de residencia. Pero ahora están aquí, sin señal en el móvil ―al que apenas le queda batería―, sin dinero en efectivo y sin saber dónde van a pasar la noche.
―Yo, además, estoy embarazada y noto más el cansancio―, dice Julia.
Al menos, tercia Víctor con una sonrisa, “el niño está durmiendo en el carrito lo que no ha dormido en el avión”.
El resto de la estampa la componen dos maletas grandes. Al pedirles una foto, Julia deja caer dos lágrimas de impotencia.
A solo unos metros, la plaza de Atocha es un caos absoluto. A los cientos de turistas que se les ha truncado el viaje se unen todos los trabajadores que llegaron a la ciudad muy temprano y que ahora no saben cómo regresar a sus casas.
Joselin vive en Pinto y trabaja de camarera en un hotel por la zona de Rubén Darío. Se levanta cada día a las seis de la mañana para estar en su trabajo a las 7.30. “Con el tren llego muy rápido, en unos 40 minutos, pero ahora no sé cómo voy a volver”, explica.
“Había conseguido hablar con mi yerno y quedamos en que me recogería aquí, en este semáforo. Pero llevo esperando dos horas y nada, y el teléfono sigue sin funcionar”, lamenta. El semáforo en el que se apoya Joselín solo sirve para eso, porque desde el mediodía hasta más allá de las 21.00 se llevó sin funcionar. Agentes de la Policía Local y también de la Policía Nacional intentan dirigir el tráfico y, de paso, orientar a los ciudadanos despistados, que son muchos.
En uno de los accesos a la estación de Atocha hay un grupo de policías municipales con las boinas azules de la sección de drones. El subinspector se afana en vendar la mano de un viandante que se acaba de tropezar por el río de gente que trata de escapar de Madrid y se ha hecho una herida.
“Seguramente”, le dice al herido, “no es el mejor vendaje que le podían haber hecho, pero le servirá”. El mando explica que su misión hoy es echar una mano en lo que haga falta, más allá de su cometido específico. “Alguno me ha preguntado ‘¿hasta qué hora?’ y le he respondido hasta que nos caigamos de cansancio”.
Hay dos colas que, sin ser tan numerosas como las que se ven en las paradas de autobuses, también cuentan con decenas de personas. Una es la de los aseos públicos, y la otra, más desordenada, se agolpa en la puerta del hotel NH que está justo enfrente de la entrada principal de la estación. El objetivo es pillar alguna rayita del wifi del hotel, que alguien ha descubierto que no necesita contraseña.