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En Ucrania tienen luz, por José García Domínguez

by Marko Florentino
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En Ucrania hay luz eléctrica. No en todo el país, como es lógico en el contexto de una guerra que ya se alarga por un periodo de tres años, pero sí en muchas partes del territorio, incluida Kiev, la capital, amén de bastantes ciudades importantes más. Y es que, pese a que los estrategas del Ejército ruso se plantearon como objetivo militar prioritario para el éxito de la invasión destruir de modo sistemático las principales infraestructuras físicas ucranianas, el soporte material imprescindible que permite mantener el funcionamiento operativo del Estado, han sido incapaces de conseguirlo.

El segundo ejército más poderoso del mundo, pese a dedicar a ese propósito centenares y centenares de bombas, decenas y decenas de misiles de indescriptible capacidad mortífera, el acoso constante de artillería y un sinnúmero de ataques aéreos con aviones de última generación, todavía a estas horas no ha conseguido que los habitantes de Kiev se queden completamente aislados del mundo porque no puedan encender una simple bombilla y sus teléfonos móviles hayan dejado de funcionar.

Ocurre que el riesgo crítico que logra eludir con éxito notable el rincón más pobre, atrasado y vandalizado de Europa, un lugar sometido a la destrucción organizada más brutal que haya conocido el continente desde la Segunda Guerra Mundial, puede materializarse, sin embargo, en España. Lo que no consuma el ejército que derrotó a Hitler y destruyó el Tercer Reich, lo puede un error técnico localizado en un nodo (en el mejor de los casos) o un ciberataque (en el peor). Asunto que viene a demostrar que en algo tan aparentemente alejado de los valores filosóficos como el prosaico tendido de una red eléctrica también influyen las ideas.

Los ucranianos disponen de luz en sus casas porque la electrificación del país la hizo la Unión Soviética bajo los principios doctrinales de la Unión Soviética; unos principios que siempre priorizaron lo robusto y seguro frente a lo etéreo y volátil, si bien económicamente eficiente. Nuestra trama eléctrica, tan distinta a la suya por la absoluta interdependencia entre todas las terminales del sistema, constituye una metáfora perfecta de nuestra nueva fragilidad sobrevenida; una fragilidad, la del Occidente postindustrial y postmoderno, derivada de su propia sofisticación tecnológica.

«No sólo Red Eléctrica se fue a cero, todo el dinero digital de España también se fue a cero»

En el instante mismo de producirse el apagón, yo guardaba tres tarjetas de crédito en la cartera – Caixabank, Abanca y BBVA- y un billete de cinco euros. Por lo demás, me encontraba a 1.200 kilómetros de distancia de mi domicilio habitual. Así las cosas, conseguí comer unas piezas de fruta al mediodía únicamente gracias a que en una tienda de chinos, uno de los pocos establecimientos de alimentación que todavía permanecían abiertos un par de horas más tarde, pude pagar el importe de tres plátanos y dos manzanas con ese dinero físico. Porque no sólo Red Eléctrica se fue a cero, todo el dinero digital de España también se fue a cero.

Si lo del lunes hubiese durado un poco más, solo un poco más, y hubiera ocurrido con ese euro electrónico que planea el BCE ya en vigor, las escenas de Mad Max nos parecerían hoy estampas costumbristas de los pueblos y ciudades españolas. De hecho, yo asistí en Barcelona a algún conato de violencia entre, por un lado, los clientes muy alarmados que querían abastecerse de comida en un supermercado y, por otro, los empleados que trataban de echarlos al no funcionar el aparato de lectura de las tarjetas bancarias.

La frase más famosa atribuida a Lenin resulta ser un bulo malicioso inventado y difundido por Keynes. «La manera más eficaz para destruir una economía es destruir su moneda», la célebre sentencia supuestamente leninista de marras es falsa, pero su enunciado remite a una gran verdad. Una de las lecciones, acaso la mayor, de eso tan inexplicable que nos acaba de suceder es que, sin la existencia del dinero físico, el riesgo de que una sociedad caiga en la anarquía absoluta a raíz de un accidente técnico ocasional resultaría altísimo. En fin, nosotros, los que vivimos el 23-F enganchados a un transistor a pilas, nunca imaginamos que, 44 años más tarde, íbamos a recrear la escena.





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