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Entre dos siglos>

by Marko Florentino
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Si el mundo de Kafka parece oscuro y opresivo, no es sólo porque sus novelas transcurran en habitaciones saturadas o en despachos impersonales. La luz que se les niega a sus personajes no es la del sol, es otra, la luz del sentido. En el mundo de Kafka el hombre ha sido vedado de explicaciones , y sin ellas, sin la posibilidad de ordenar el mundo y establecer coordenadas lógicas, acaba perdiendo aquello que lo hace humano. El mundo es arbitrario sólo para los animales. Hombres y mujeres logramos controlarlo y hacerlo nuestro inventando dioses, regularidades, leyes, símbolos. Si Vico tenían razón cuando dijo que el ser humano sólo podía comprender lo que había inventado -las instituciones, la historia-, entendemos entonces por qué la afección kafkiana por excelencia es la deshumanización: en su mundo nadie entiende la obra humana. Allí no hay verdad ni sentido, sólo la arbitrariedad de los hechos. «Como un perro», grita K. agonizante, mientras los verdugos del incomprensible proceso en el que se vio envuelto lo abren a cuchilladas. Es apenas lógico que esta pesadilla en la que el sentido y la verdad se repliegan , se hubiera convertido en una metáfora de los totalitarismos del siglo XX. El mundo se hace kafkiano cuando el poder reemplaza a la verdad y el individuo vuelve a estar expuesto a reglas que desconoce. No importan sus actos, si ha obrado bien o mal, porque no hay nadie ante el cual justificarse. Su verdad no cuenta. Peor aún, la verdad ha dejado de importar. Despertamos de aquel mal sueño con la caída del muro de Berlín, pero muy pronto vimos que la historia seguía su sorpresivo y no siempre amable curso. El siglo XXI, además nuevos conflictos, trajo su propia máquina de incomprensión y distorsión: las redes sociales, a las que ahora se suma la impredecible sombra de la Inteligencia Artificial.En nuestra corta andadura por este siglo, ya advertimos algunas diferencias con el XX. El problema se ha agrandado, podríamos decir, porque ahora no es sólo la verdad la que se desvanece, sino la misma idea de realidad. Los síntomas de este fenómeno empiezan a manifestarse. Cuentan Lukianoff y Haidt en ‘La transformación de la mente moderna’, que la depresión ha aumentado entre los jóvenes expuestos a las redes sociales, en gran medida por la ansiedad que genera ver cómo se divierten otros mientras uno es excluido. La tentación de poner a competir la vida real que transcurre en la calle, con la vida irreal que transcurre en las redes, creada con parámetros de belleza y felicidad artificiales, conduce a la derrota inevitable. Esta es nuestra forma contemporánea de autodegradación. Las redes sociales, a diferencia de la maraña burocrática, no niegan el sentido. Todo lo contrario, internet es una máquina de producción de significado. En sus meandros, no hay un solo delirio que se quede sin respuesta ni confirmación. Si en el mundo de Kafka había silencio, una falta absoluta de respuestas, en el mundo virtual prevalece el ruido. Hay réplicas a la medida del consumidor, destinadas a confirmar sus prejuicios, distorsiones, fobias y vacíos. K. podría preguntar «¿qué ocurre, por qué me pasa esto a mí?», y no sería condenado a la inopia. Encontraría explicaciones para todo. Alguna voz le mostraría los hilos de alguna conspiración, le señalaría al enemigo y lo animaría a movilizarse contra el mal. K. ya no vacilaría ni sentiría desconcierto. Creería estar pisando la realidad, mientras flota en una burbuja de falsedades. En una de ellas, Trump es una víctima inocente que lucha contra un sistema kafkiano, viciado de arbitrariedad y fascismo. K. podría acabar uniéndosele para llegar finalmente al Castillo, metamorfoseado en bisonte y escoltado por una horda de hombres alienados y fanatizados, dispuestos a desenmascarar el secreto mecanismo del estado profundo. La irrealidad le parecería tan coherente y persuasiva como lo real, y por ese camino, de alguna forma, también se deshumanizaría. Acabaría, como todos, convertido en un ser tribal, sin referentes comunes ni consensos sobre los hechos que separan la realidad del delirio, corroído por el pavor primitivo que despierta quien trae ideas distintas, quien ve cosas que nosotros no vemos, forjadas en realidades edificadas un poco más allá.



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