Como vivimos un mundo cada vez más domesticado (lo robótico cruel lo dejamos para otro momento) he recorrido estos días, como quien busca sosiego de almas gemelas, a algunos autores raros, peculiares, distintos al buen burgués, destemplados, ambiguos. Y -como creí desde muy joven- la varia extravagancia ha vuelto a encandilarme. Pensé en el muy hispánico Ernest Hemingway, que se suicidó de un tiro rudo a los 61 años (había nacido en 1899) porque un cáncer de piel, y una vida vivida a tope, entre guerras, safaris, amores y corridas de toros, le había hecho creer que lo que realmente pudiera llamarse «vida», para él había terminado. París era una fiesta (1962), la vida alegre de la generación perdida en la vida feliz de la capital francesa en los divinos y pobres 20, resultaba -brilla su calidad- la perfecta obra póstuma. Fotos y hasta estatuas de Hemingway están en casi todos los bares famosos que sobreviven. Desde el Ritz parisino al viejo (y hoy irreal) ‘Floridita’ de La Habana. ¿Se ocupó mucho de sus hijos? ¿Empleaba la palabra «esposa»?
En la película de Bille August (2021) El pacto, que recomiendo, basada en el homónimo libro del poeta danés, creo que poco conocido fuera de Dinamarca, Thorkild Bjonvig, se cuenta su relación, a fines de los años 40, con la fascinante Karen Blixen (eso es, la de Memorias de África). Él es joven y ella vieja, elegante, enferma y juega al pacto con el Diablo. Pero el poeta -con buena mujer y un niño pequeño- no se siente mal, pese a las tentaciones de Blixen, con esa vida hogareña. Ella -tan elegante- le incita a la aventura, a la ruptura burguesa, a las delicias amorosas otras, al creador desorden. Cuando el poeta le dice a la baronesa que él «ama a su esposa», Karen le contesta ¿cuántas veces ha leído usted en Nietzsche o en Rilke o incluso en Goethe, a quienes venera, la palabra «esposa»? E Isak Dinesen -su pseudónimo- pone cara de desdén, en última instancia de «¡pobre hombre!». Ella quería hacer arte de su vida -volveremos al tema la vida como arte- pero él sólo aspiraba a hacer cucamonas a su bebito. Sin problema, pero el arte vuela no arrulla infantes.
«Si nos quedamos en España, podríamos encontrar a Antonio de Hoyos y Vinent, que paseaba sus vicios amables con la gran bailarina oriental Tórtola Valencia y con el exquisito figurinista mundano Pepito Zamora, que fue condiscípulo en el art-deco del no menos brillante Erté»
A Keren Blixen no le gustaría nada nuestro mundo, y menos al gran japonés Yukio Mishima (1925-1970). Muy buen conocedor de la cultura occidental, Mishima, como su maestro el Nobel Yasunari Kawabata, vivía mortificado por la derrota del Japón y fascinado por su cultura tradicional -que modernizó siendo un gran novelista- y por el mundo de los samuráis, de las artes marciales (en especial el kendo) y del mundo homoerótico de esos guerreros nobles. Parece importar poco la vida familiar de Mishima (estaba casado) pero recordamos a sus jóvenes amigos de la Sociedad del Escudo, al autor de esa novela «perversa» que es Confesiones de una máscara y al hombre que en el despacho de un general y con una auténtica katana del siglo XVII, se hizo el seppuku -tan ajeno a nuestra cultura- el suicidio por honor, por gloria. Primero la eventración con una espada corta, arrodillado, mientras un amigo -joven aquí- le corta la cabeza con la katana, de un solo tajo, en absoluto por crueldad, sino para evitar el sufrimiento del que se inmola. Noviembre de 1970. Recuerdo la noticia incluso en aquella TVE. Quien desee comprender más las extravagancias o el mudo raro de Mishima, puede leer muchas novelas, digamos El pabellón de oro, pero debiera asomarse a un ensayo muy especial Lecciones espirituales para jóvenes samuráis (1969), que aquí editó La Esfera de los Libros. Yukio Mishima quiso ser un estilista y un héroe que comprende la delicadeza del puñal labrado.
Claro que si nos quedamos en España -aunque no debiera haber olvidado a Gabriele D’Annunzio, el esteta y el genio- podríamos recorrer los salones del Palace madrileño en la Belle Époque, y encontrar a Antonio de Hoyos y Vinent, que paseaba sus vicios amables con la gran bailarina oriental Tórtola Valencia y con el exquisito figurinista mundano Pepito Zamora, que fue condiscípulo en el art-deco del no menos brillante Erté. Siendo yo jovencito, lo vi y saludé en la galería Juana Mordó, donde inauguró una antológica de sus figuras sublimes, junto al vídeo de un eterno beso hecho por Paco Nieva. Erté llevaba un ancho abrigo de visón y la sutil delicadeza lo coronaba. Hoyos (a quien su linajuda familia mandó al infierno, por pecador) dejó un libro que resume su mundo y que tiene un título no superado, Aromas de nardo indiano que mata y de ovonia que enloquece (1927).
A su lado por el final anarquismo y diferente, como lo es la bohemia astrosa del chic dorado, tenemos al malagueño Pedro Luis de Gálvez, hombre terrible, hampón y sablista, que no sólo escribió admirables sonetos (Rojo y azul) sino un libro, genial en su primera mitad sobre las artes del vivir del teatro mísero, El sable. Arte y modos de sablear de 1925. Todos escritores estrafalarios, todos genios en huir de la vulgar cotidianeidad. Escribo contra este tiempo atroz. Teatralizo. ¿Cuántas veces utilizó el Rilke del ángel terrible, la voz «esposa»?