Cuando la realidad se pone fea, ni siquiera la ideología sirve como refugio: si el coche deja de arrancar o el ascensor se detiene, de poco nos servirá invocar nuestros dogmas favoritos. Y aunque lo sucedido anteayer en España parece un accidente, dicho sea esto sin que nadie haya ofrecido todavía ninguna explicación oficial detallada a los ciudadanos, se trata de un episodio tan anómalo que podría mermar la confianza en esos sistemas expertos de los que depende nuestra vida cotidiana. Aunque no es que tengamos alternativa: nos toca seguir esperando que las cosas funcionen, pese a que nos parezca que cada vez funcionan peor.
Desde luego, conviene evitar el catastrofismo; el azar me puso en Nueva York cuando se produjo el blackout del verano de 2003 y a las pocas horas ya se vendían camisetas que bromeaban con la circunstancia. ¡Y se vendían! Pero tampoco la frivolidad es aconsejable, ya que los problemas que genera un corte masivo de electricidad son potencialmente fatales para quien se encuentra en el lugar equivocado y no dejan de producir daño a la economía. Ni tanto, pues, ni tan poco.
Ocurre que, tal como nos han enseñado los sociólogos, el riesgo es una categoría ineludible de la modernidad: el desarrollo tecnocientífico produce riesgos de manera constante. Y es que si en vez de reunirnos alrededor de la hoguera vivimos en una sociedad posindustrial que necesita de abundante energía, dependemos en mayor medida de su adecuada provisión: hasta un niño puede entenderlo. El corolario es que estar conectados a fuentes fiables de energía mediante un smart grid es una necesidad antes que un capricho.
Ahora bien: la respuesta a esa creciente dependencia sobrevenida no es ni puede ser la renuncia al bienestar material que procura una energía abundante. De hecho, las sociedades modernas no se caracterizan por la materialización habitual de los riesgos, sino justamente por lo contrario; la mayor parte de los peligros a los que estamos expuestos permanecen bajo control. Y no por casualidad; millones de personas en todo el mundo trabajan de distintas maneras para que así sea.
«Estos días se barruntan con claridad las consecuencias negativas que tendrá el caprichoso cierre de las centrales nucleares»
Sin embargo, hay países más vulnerables que otros; son aquellos que dedican menos recursos o resultan menos competentes a la hora de desarrollar la capacidad estatal necesaria para mitigar peligros y absorber shocks externos. ¿Hemos de contar a España entre ellos? Ni la gestión de la pandemia ni la dana valenciana invitan al optimismo; el prolongado colapso de la red eléctrica, sea cual sea su causa, tampoco.
Si lo hacemos bien o mal, eso tienen que determinarlo los expertos en la materia. Pero para eso hay que encontrar expertos imparciales, desligados de cualquier obediencia partidista o ideológica, dispuestos a decir la verdad en la arena pública cuando las autoridades los convoquen a tal fin. También hace falta que esas mismas autoridades pongan el buen gobierno y la solución de los problemas colectivos por delante del electoralismo: estos días se barruntan con claridad las consecuencias negativas que tendrá para nuestro país el caprichoso cierre de las centrales nucleares que siguen en funcionamiento.
En todo caso, mejor será no fantasear con el autoexamen o la rendición de cuentas: recordemos que nunca se hizo la investigación —tantas veces anunciada— sobre la gestión política de la pandemia. Y es que no se trata jamás de buscar la verdad ni aprender de los errores, sino de imponer un relato favorable a los intereses de quienes nos gobiernan; un sucio arte que los gobiernos de Pedro Sánchez -vean su comparecencia de ayer mismo- dominan a la perfección. Es lo único que les preocupa: modular la percepción pública de los hechos conforme a sus fines partidistas. Y de ahí, cómplices como son los votantes, no parece que vayamos a salir.