La educación está en crisis. Pese a numerosas reformas y aumentos de gasto, España sigue rezagada respecto a los países líderes. Este retroceso apenas inquieta a una minoría y se debate poco sobre sus causas. Poco y quizá mal, porque, tradicionalmente, se atribuye el problema a fallos en las políticas educativas: querríamos buena educación pero erramos en los medios. Pero cabe otra posibilidad, mucho más inquietante. Tal vez, lo que sucede es que, de hecho —no solo de boquilla—, concebimos la educación como consumo, más que como inversión a largo plazo.
De ser verdad esta conjetura, sería lógico que tanto estudiantes como familias y profesores priorizasen la comodidad presente, sacrificando los esfuerzos necesarios para aumentar la productividad futura de los jóvenes. Estos quedarían así sujetos a una especie de estafa intergeneracional, cuando no convertidos ellos mismos en bienes de consumo. De paso, aunque aumente el gasto educativo, sus efectos no son los deseados porque, en gran parte, se dedica al consumo inmediato, y no a generar «capital humano» productivo, al menos no del tipo que incrementa los ingresos futuros.
Diversos indicios empíricos sugieren que esta hipótesis no es del todo disparatada. Por un lado, las encuestas sobre valores sociales muestran que en España existe una fuerte aversión a la competencia y el mérito. Además, esa aversión se refleja en una fiscalidad que desincentiva el trabajo, el ahorro y la inversión, gravando más las rentas que el consumo. ¿Para qué formarse bien si la mayoría de la gente cree que los mejor preparados no deben ganar mucho más y si, de hecho, los impuestos tienden a igualar las retribuciones incluso a niveles bajos? (Por lo demás, al tributar por la capacidad de pago, ¿sería justo y eficiente considerar el esfuerzo realizado para obtener los ingresos?).
«Mientras los españoles persistamos en el conformismo, nuestros jóvenes más ambiciosos deberán hacer su vida fuera de España»
La hipótesis de que vemos la educación como consumo también explica algunas tendencias de nuestra enseñanza. Por ejemplo, el que, a menudo, el objetivo ya no es, como antaño, mejorar la productividad futura del estudiante, sino favorecer su autoestima y su felicidad. Para ello, usamos métodos que enfatizan lo lúdico («aprender disfrutando») y lo placentero («educación para el consumo»), y se emplea la tecnología para evitar tareas desagradables, como automatizar respuestas, memorizar contenidos o repetir rutinas.
Esta preferencia por el consumo también se refleja en numerosas políticas cuyo denominador común es que rebajan la calidad del aprendizaje, como las que eliminan la diferenciación por niveles, masificando la educación en nombre de una falsa equidad; las que diluyen los contenidos curriculares con la excusa de que la memoria es innecesaria o de que «todo está en internet»; las que reducen las exigencias para pasar de curso; las que eliminan las evaluaciones externas; y las que tergiversan los indicadores de rendimiento, midiendo el éxito por la tasa de aprobados o la satisfacción subjetiva del alumno. Tratar a este como cliente y no como materia prima le satisface a corto plazo pero le defrauda a largo plazo.
Si el declive educativo responde a preferencias sociales profundas, no bastan cambios legales para mejorar la calidad. En el fondo, las reformas de 2012 (las únicas sensatas de la democracia) chocaron con restricciones políticas impuestas por estas preferencias. Ninguna reforma tendrá éxito sin modificarlas o sin, al menos, reducir su peso político.
En la actualidad, en nuestras normas sociales dominan las preferencias que llevan a una exigencia baja. Lo sugiere así la generalidad del declive educativo, que se observa tanto a lo largo del tiempo como entre distintos tipos de centro. Por un lado, aunque la rebaja de estándares se asocia a leyes socialistas, en particular a la funesta LOGSE de 1990, el cambio comenzó mucho antes. La Ley General de Educación de 1970, aprobada en pleno franquismo tardío, ya priorizaba «educar» sobre «instruir», y también buscaba reducir el fracaso escolar eliminando las reválidas. Años más tarde, varios gobiernos del PP apenas hicieron nada por revertir la tendencia, pese a contar con mayorías absolutas. El resultado fue un «efecto trinquete» que hizo irreversible la caída de los estándares académicos.
Por otro lado, la tendencia afecta no solo a los colegios públicos y concertados, más sujetos éstos a las políticas educativas, sino también a los privados, más obedientes al mercado y, por tanto, a la demanda. Que estos últimos también reduzcan la exigencia sugiere que el problema no radica solo en la regulación política, sino que responde a preferencias sociales más profundas.
El único rastro de esperanza es que en la opinión pública española se observa una división notable acerca de la exigencia educativa. Si suponemos que a este respecto los españoles nos repartimos, por simplificar, entre productivos y complacientes, las normas sociales e incluso las leyes resultarían de equilibrios influenciados por todo tipo de factores y azares culturales, políticos e históricos; pero gestionables. Predomina hoy un equilibrio complaciente en el que quienes menos valoran el esfuerzo arrastran a los demás a rebajar sus estándares. La clave es revertir esta dinámica y reconstruir un equilibrio productivo, en el que quienes valoren el esfuerzo puedan imponerse y, en esa medida, arrastren a los demás a elevar sus estándares.
Para recuperar normas que premien el esfuerzo, el gran reto no es solo mejorar la educación, sino cambiar el equilibrio social que las sostiene. Ese cambio requiere actuar no solo en el plano educativo, sino también en el fiscal, para dejar de penalizar todo tipo de esfuerzo. Con condicionamientos fiscales favorables, sería mucho más fácil introducir los cambios necesarios en la enseñanza, que pasarían por implantar evaluaciones externas rigurosas, garantizar la libertad de elección de centro y establecer mecanismos de rendición de cuentas para profesores y centros (financiación por alumno ajustada por sus características).
Si estas reformas estructurales no llegan, solo queda actuar a escala individual. Los jóvenes que aspiran a un futuro mejor deberán buscar entornos educativos exigentes, a costa de su comodidad. Supone un sacrificio, pero funciona como estrategia de autocontrol. Los padres también pueden marcar la diferencia si ignoran calificaciones infladas y guían a sus hijos hacia metas exigentes. Asimismo, los profesores pueden mantener estándares diferenciados y ofrecer retos adicionales.
Estas opciones pueden ayudar, pero, mientras contradigan las normas sociales dominantes, a todos ellos les convendrá practicarlas discretamente y con resignación: mientras los españoles persistamos en el conformismo, nuestros jóvenes más ambiciosos deberán hacer su vida fuera de España.