Sin duda todos somos más tontos de lo que creemos y los mitos que tengamos fueron menos estupendos de lo que creímos en su día. Pero hubo un momento, al estrenar la vida, donde necesitábamos que fueran como los imaginábamos y tal como los interpretamos contribuyeron no sólo a nuestra educación sentimental sino a que fuéramos como hemos sido después. La burguesa propensión al mito… algo así dijo en verso Jaime Gil y cuando lo dijo llevaba las anteojeras puestas. Esa propensión es universal y representa, entre otras cosas, la creación de un lugar donde sentirnos mejores –o en el que podemos ser mejores– de lo que somos.
Para algunos de mi generación Leonard Cohen fue uno de nuestros músicos. No digo preferidos porque él volaba por otro pasillo aéreo en el que la elección de preferencias permanecía al margen. Había tantos y tan buenos… Con Bob Dylan nos ocurrió lo mismo. Cohen y Dylan lo fueron todo para nosotros antes y después de entrar en la veintena. (Y en la edad adulta siguen acompañándonos a veces y nos recuerdan lo que fuimos y por qué los escuchamos ahora y al hacerlo nos ponen un espejo delante, que falta nos hace tal como va el mundo. Y en este espejo habita parte de nuestra vida mejor).
En el caso de Cohen, ese todo significó tanto la interpretación de nuestros sentimientos como una casa donde ser. De las ventanas de esa casa, sólo la novela –sus novelas– permaneció fuera de nuestro interés: Cohen era mucho mejor poeta que novelista y mejor compositor –sencillo pero impecable– e intérprete también.
Tampoco esto era muy difícil porque como novelista no destacó nunca y la impresión –sus maestros Durrell y Miller lo hicieron mucho mejor– es que se hacía un lío al escribirlas. Lo que nos enseñó que no aquello que te empeñas en ser, es lo que acabarás siendo. Si todo el mundo aceptara eso, seguro que se evitarían y nos evitarían y evitaríamos más de un disgusto.
«El personaje de Cohen –autocompasivo, histérico, sin el más mínimo espíritu artístico– resulta incoherente con su arte»
Esta semana se ha estrenado en Movistar una serie de ocho capítulos sobre Leonard Cohen y sus largos amores con Marianne Ihlen, la isla de Hydra al fondo y la génesis del cantante canadiense como hilo secundario. Una coproducción greco-noruega que, en principio, prometía, dados los ingredientes, y al mismo tiempo despertaba cierta prevención: nuestro mundo se ha acabado, a ver cómo lo cuentan los que no estuvieron allí. La interpretación en el cine de lo que es un artista –tanto por parte de realizadores y guionistas como de actores– ha alcanzado a veces cotas de ridículo tan altas que hasta da vergüenza citarlas. So long, Marianne –título de la conocida canción de Cohen y de esta serie– quedará como uno de los hitos menores en esa competición por hacer el ridículo y dejar como ridículos a sus protagonistas. Eché en falta la voz en off de Lola Flores o de El Fary, si lo prefieren, diciendo algo así como: «¡Ay Dios mío, cómo sufrimos los artistas!»
El personaje de Cohen –autocompasivo, histérico, sin el más mínimo espíritu artístico y ya callo por no faltar– resulta incoherente con su arte, y la serie, más kitsch que una estampa de ciervos en un comedor o una despedida de soltera/o. Hydra, desde luego, luce como relucen todos los lugares que han sido refugio de artistas y el tiempo y la codicia por poseer incluso lo que no se entiende los convierten en balnearios para adinerados. Un decorado vaciado de su genius loci, de su espíritu también. Y el personaje de Marianne, aunque tiene momentos de frescura, de luz y de bondad, resulta insulso y desnortado.
El resumen general es el aburrimiento, con pretensiones de lo que no se es, ni se conoce más que de oídas. Vaya grupo de mimados, consentidos de sí mismos, llorones y ajenos al dolor que la vida comporta (y a los dones que nos regala). Se salvan la madre de Cohen, gran carácter, y el matrimonio de escritores que lo aloja en su casa de Hydra, ella especialmente. El paisaje, repito, muy bonito. Y si nos hacía cierta ilusión ver la serie, no pensamos antes de hacerlo que de ilusión también viene iluso. Pues eso.