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Europa se encuentra, una vez más, ante una decisión histórica. En el pasado, el continente ha oscilado entre la división violenta y la cooperación audaz. Cada vez que nuestros países actuaron como una unidad, Europa salió fortalecida. Hoy, sin embargo, las buenas intenciones de solidaridad entre naciones ya no bastan. Hay crecientes amenazas externas y turbulencias globales. Por tanto, en la Unión Europea, sentimos la urgencia de dar un salto cualitativo: pasar de la mera alianza de estados a la unidad política plena. Esto supondría que nos convirtiéramos, prácticamente, en un único Estado. Es la idea de unos «Estados Unidos de Europa», un concepto antaño utópico que ahora resurge como necesidad práctica para la supervivencia y relevancia de Europa en el siglo XXI.
Un orden internacional adverso
La situación política y económica de los países que rodean Europa se ha vuelto especialmente hostil. Las tensiones geopolíticas aumentan: la rivalidad entre Estados Unidos y China marca el ritmo del siglo XXI. Rusia, por su parte, ha demostrado, con la invasión de Ucrania, que está dispuesta a redibujar sus fronteras a sangre y fuego. En este nuevo orden mundial, la UE corre el riesgo de quedarse rezagada o convertida en mera espectadora.
Los líderes europeos advierten que el continente no se encuentra, actualmente, preparado para enfrentarse a estas amenazas externas. El propio presidente francés Emmanuel Macron ha alertado de que una Europa débil y fragmentada «no está equipada para afrontar los riesgos» del nuevo desorden mundial. Y que, de no reforzarse, «existe el riesgo de que nuestra Europa muera». Sus palabras resuenan como un toque de atención: la UE debe fortalecer su unidad estratégica si no quiere convertirse en irrelevante o depender eternamente de la protección ajena.
¿Qué significaría que Europa se consolidase como un solo Estado?
Implicaría dotar a la Unión de un gobierno federal fuerte, con instituciones comunes capaces de tomar decisiones vinculantes para todos, una política exterior y de defensa unificadas, y un parlamento verdaderamente soberano a escala continental. En esencia, los europeos compartiríamos una sola ciudadanía política, más allá de las 27 nacionalidades actuales. Y que sería semejante a la ciudadanía estadounidense de los 50 Estados que forman Estados Unidos. Este proyecto, que durante mucho tiempo sonó a utopía federalista, propone pasar de la unión económica de hoy a una auténtica unión política futura. No solo es nuestra mejor opción, es la única opción.
Hoy la UE ya constituye una potencia económica y demográfica de primer orden: abarca aproximadamente el 15% del PIB global y a unos 450 millones de ciudadanos. Sin embargo, ese peso potencial no se traduce en poder geopolítico real, pues seguimos fragmentados en muchos Estados. Si Europa actuase como un solo país, ese bloque tendría una voz única en el mundo, reforzando su capacidad para negociar de tú a tú con Estados Unidos, China o Rusia. Contaría con un solo asiento en las mesas donde se deciden las normas globales, y podría proyectar su modelo de democracia y derechos humanos con mucha mayor fuerza.
Por supuesto, avanzar hacia este nivel de integración supone afrontar difíciles cesiones de soberanía nacional. Significaría que los gobiernos europeos compartiesen o delegasen competencias clave —desde la política fiscal hasta el mando de las fuerzas armadas— con el objetivo de conseguir un gobierno común. Esos sacrificios se verían recompensados con creces: una Europa unida sería más segura, más próspera y capaz de proteger nuestros intereses y bienestar en un mundo competitivo.
Obstáculos internos
El camino hacia una Europa políticamente unida no solo encuentra oposición fuera de nuestras fronteras. Dentro de la Unión afloran resistencias claras. Varios gobiernos y sectores políticos nacionales recelan de la idea de ceder más soberanía a Bruselas. Países como Hungría y Rumanía rechazan abiertamente este tipo de integración profunda, cada uno por sus propias razones.
«La visión de unos EEUU de Europa (de la que ya habló Churchill en 1946) encarna, en último término, la aspiración de que controlemos nuestro propio destino»
A este panorama se suma el auge de los partidos de extrema derecha y los nacionalismos euroescépticos dentro de la UE. Estas formaciones ven en la integración supranacional una afrenta directa a sus ideales. En varios países europeos, han conseguido un apoyo político considerable (han llegado al poder o son un partido de oposición con influencia). Y están blandiendo un discurso contrario a una Europa unificada. Su retórica presenta el proyecto de unos Estados Unidos de Europa como una amenaza a la soberanía nacional, como una imposición burocrática dictada desde Bruselas, ajena a la voluntad del «pueblo» de cada nación.
Unidad o declive
Así las cosas, Europa ha llegado a un punto de inflexión. Tras décadas construyendo una unión imperfecta basada en la solidaridad y las cesiones graduales, el nuevo contexto exige que tomemos decisiones valientes. La disyuntiva se dibuja nítidamente en el horizonte: o la Unión Europea da el paso hacia una auténtica unión política o se arriesga a un paulatino declive en la escena mundial. No hay un cómodo término medio.
La visión de unos Estados Unidos de Europa (de la que ya habló Churchill en 1946) encarna, en último término, la aspiración de que controlemos nuestro propio destino. No se trata de anular las identidades nacionales, sino de elevarlas a una voz común más fuerte. Se trata de que en Europa podamos defender nuestros valores —democracia, libertad, prosperidad compartida— sin depender de la buena voluntad de potencias externas. Y para lograrlo, la unión no es un capricho ideológico, es una necesidad estratégica. Que, además, conecta, claramente, con el lema de la Unión Europea: «in varietate concordia» (unida en la diversidad).
Por supuesto, alcanzar esa meta implicaría superar enormes obstáculos. Necesitaríamos liderazgo, pedagogía política y quizás nuevas generaciones menos apegadas a los viejos nacionalismos. Haría falta reformar los tratados, imaginar mecanismos que permitieran avanzar incluso con disensos, y reconstruir la confianza ciudadana en el proyecto europeo. Pero la recompensa potencial sería extraordinaria: una Europa unida se convertiría en una potencia de paz y progreso con capacidad real de incidir en el rumbo del mundo.
En este momento crítico, la pregunta ya no es si resulta posible que logremos una Europa políticamente unida. Sino si es asumible no intentarlo. Cada crisis que golpea —una pandemia, una guerra comercial, una agresión militar— nos recuerda que ningún país europeo se puede enfrentar solo a tormentas de escala global. Después de aquellas dos tragedias que tuvimos en el siglo XX (las dos Guerras Mundiales), vuelve la idea fuerza de entonces: o nos unimos, o nos hundimos. La historia juzgará si Europa está, en estos momentos, a la altura del enorme desafío al que nos enfrentamos. Como señalo León XIII, uno de los inspiradores del nuevo Papa León XIV, «donde está la unidad, allí está la verdadera fuerza».