Algún día habrá que analizar con rigor la curiosa y elocuente sucesión de estos dos últimos Papas, cuya trayectoria dispar y aun antagónica parece resumir buena parte de la problemática política que vive Occidente. Si Benedicto XVI, como teorizó Agamben, renunció al poder terrenal para afirmar su legitimidad espiritual y cuestionar así de raíz los fundamentos de una Iglesia en crisis, Francisco, desde el primer día, se apresuró a hacer el movimiento contrario, abdicando su función escatológica y proclamándose representante económico de Dios en la tierra. Toda la retórica hueca en torno a su «amor a los pobres» no es más que una ridícula distracción de la cuestión de fondo. Los que nos hemos educado con los franciscanos conocemos bien la opulencia que se escondía tras el sayo negro y el cordón blanco de la Tercera Orden Regular. El franciscanismo, además, fue una corriente mística y subversiva del siglo XII que, como todas, acabó pronto absorbida por el catolicismo oficial para evitar que se convirtiera en una herejía.
Bergoglio fue un jesuita disfrazado de franciscano, travestismo imposible donde los haya. Sorprende que un escritor como Javier Cercas, con una candidez digna de mejor causa, haya comulgado con esas ruedas de molino y vaya pregonando por ahí que Francisco era el paradigma del buen párroco, humilde pastor de su grey, atufando a oveja. No es menos hilarante la ingenuidad con que se elogia la voluntad del difunto pontífice de tener un funeral «sencillo y austero» ¡en el Vaticano! La opinión pública de nuestro tiempo, esa doxa que en griego también significaba «gloria», se ha convertido en un coro al servicio del espectáculo. Y los escritores, que en otros tiempos se jugaban la vida por romper la barrera de consenso oficial, ahora se pliegan sin rubor a las consignas de la publicidad. ¿Alguien se imagina lo que podría haber hecho V. S. Naipaul, por ejemplo, si hubiera sido invitado a un viaje papal? Pero, claro, ningún Papa hubiera invitado a un cenizo como Naipaul.
Si bien se mira, la operación del papa Francisco de hacer ver que renunciaba a la pompa para abrazar la pobreza delata la claudicación de la Iglesia que presidía con el nihilismo más rampante de nuestro tiempo. Dejando de lado que si al catolicismo se le quita la pompa se queda en nada, no es verdad, en el fondo, que renunciara a la misma. Lo único que hizo Bergoglio fue sustituir una forma de espectáculo por otra más acorde con la demagogia. De la parafernalia del vicario de Cristo ataviado con la muceta granate y calzado con las mulas de cuero rojo –esa púrpura papal que era el distintivo de los emperadores y que también pasó a representar la sangre del crucificado, un trasvase simbólico que despeja cualquier duda con respecto al verdadero poder del pontífice–, se pasó a la prosopopeya del Papa gracioso y futbolero, ataviado tan solo con la sotana blanca –hábito del obispo de Roma, por otra parte–, su cruz de hierro y los gastados zapatos de toda la vida. Francisco dejó los oropeles del cielo y bajó al fango alfombrado, pero en el trayecto no hizo sino magnificar el poder y la gloria que decía haber abandonado.
Bastaba ver el otro día el funeral «austero y sencillo» que reunió a los principales capitostes políticos y religiosos de todo el mundo para darse cuenta de hasta qué punto el poder económico del más acá hunde sus raíces en el poder teológico del más allá. La legalidad, por así decirlo, asistía a las exequias de su vieja legitimidad. La secularización no es sino un proceso de transformación de procedimientos y categorías religiosas a un nuevo orden que mantiene la misma estructura, pero con la trascendencia mutilada. Así el «crédito» supone en realidad la actualización de la palabra griega que en los Evangelios significa «fe» (pistis). El inmenso negocio en que se ha convertido el mundo entero necesita también su aclamación constante –la opinión pública, como vio Carl Schmitt– así como sus ceremoniales litúrgicos, que no son sino los espectáculos que nos distraen del tedio existencial, entre ellos el funeral de Francisco. No es raro que Trump haya dicho que le gustaría ser el próximo Papa. Una y otra dignidad están ya a la misma altura, como en una película de los Monty Python.
«Bergoglio fracasó en su intento de ‘democratizar’ la Iglesia, dándose de bruces contra su propia autoridad como titular de la última monarquía absolutista de Europa»
En El castillo, Kafka dibujó una extraña comunidad que vive a expensas de un gran señor invisible, el conde Westwest, que parece representar el punto más extremo de Occidente, el ocaso absoluto. Cuando llega al pueblo, K., el agrimensor, se encuentra con una infinidad de secretarios y de subsecretarios, de intermediarios inútiles, como Momo, el secretario de Klamm, la gran autoridad ausente, hasta que se da cuenta de que nadie necesita un agrimensor y de que, por tanto, no tiene nada que hacer ahí. El infinito de la eternidad y la trascendencia se ha vuelto un laberinto interminable y pegajoso, sórdido y doméstico. El vaciamiento del más allá se ha traducido en un desahucio del más acá y por ello ya no es posible distinguir entre la vida y la muerte. Al agrimensor, como a la mayoría de los personajes de Kafka, ya solo le queda perseverar en su funcionalidad inútil.
Algo parecido está ocurriendo en la sociedad occidental del siglo XXI, en la que todo significado, ya sea político, religioso o artístico, parece haberse desplazado a un vacío paródico, el resto de una gestualidad sin sentido que conforma, sin embargo, un espectáculo cuya razón de ser estriba en una masa que consume la cinta infinita de la información que el show produce. Como comentó un joven Ratzinger estudiando a Ticonio, un teólogo del siglo IV, la Iglesia es al mismo tiempo sede de la oscuridad y de la luz, del mal y del bien, del pecado y de la gracia. Por eso es tanto la Iglesia de Cristo como del Anticristo, reflejo en última instancia de las posibilidades del alma humana. Pero si el catolicismo –y con él todo el entramado teológico-político que alumbró– se vuelve pura propaganda periodística al servicio del populismo –populus sequendus, non ducendus–, como epítome de un Bien mediático, el nihilismo se habrá apoderado de uno de los últimos reductos que le faltaban por invadir.
Bergoglio fracasó en su intento de «democratizar» la Iglesia católica, dándose de bruces contra su propia autoridad como titular de la última monarquía absolutista de Europa, inspirada por la gracia de Dios, según el ejemplo de los emperadores romanos. El Vaticano es un Estado que basa su dominación en un estilo epistolar y funcionarial imperial, en un Codex Iuris Canonici que se comunica con motus propii y encíclicas, un sistema que en sí mismo excluye cualquier ilusión de participación asamblearia que no sea la que se resume en las últimas palabras que oiremos antes de que empiece el cónclave: Extra omnes. Todos fuera y el último que cierre la puerta.