Europa es ahora un barco a la deriva. Aún no es el Titanic –y no debería llegar a serlo– pero la sensación es que nadie lleva el timón y nadie hay con autoridad en el puente de mando. ¿Qué hacer? No perder de vista lo que ha sido y aún es Europa. Basta abrir al azar cualquier página de su Historia y mientras el frío y el sol juegan con nosotros en este final de invierno, pienso en Mauriac y en Mozart. Como podría pensar en Montaigne y en Saint Colombe, o en Jünger y Mahler, pero la hoja del calendario europeo me lleva hasta Mauriac y Mozart, a quien el primero escuchaba a veces en el fastuoso Gran Teatro de Burdeos o en la radio de su casa de Malagar.
E imagino a Mozart a los 21 años, asfixiándose en Salzburgo y viajando con su madre hasta Augsburgo donde cuentan las crónicas estuvo 15 días y en esas dos semanas visitó la casa de pianos Stein, ligó con su prima Maria Anna –lo que daría pie a cruzar después varias cartas de humor cochino–, deslumbró con sus Fugas improvisadas a los monjes de Heilingkreuz, dio un concierto en el teatro de la ciudad y fue objeto de burla en la academia por llevar la medalla de la Orden de la Espuela de Oro. Hoy nadie sabe el nombre de ninguno de aquellos académicos, pero todas esas cosas son la Europa que conocemos. Lo es su visita al constructor de pianos Stein, el asombro provocado en los monjes, su concierto en el teatro, la relación con su prima y ese carácter vienés donde el humor y el sexo se dan la mano en la correspondencia juvenil con sal gruesa y formas dignas de Goldoni.
Como lo es François Mauriac en Malagar, donde se encontraba en su verdadera casa, más allá de la asfixia que le provocaba a veces su ciudad natal. Durante la II Guerra Mundial, un oficial alemán se alojó en Malagar –y esto no se podía discutir, había que aguantarse– y Mauriac se tensaba por las noches al oír sus pasos en el piso de arriba y la perturbación no desaparecía con el silencio. Hay una fotografía en su antiguo dormitorio –ahí era donde oía los pasos del alemán– donde está con Paul Valéry, ambos personajes inteligentes, ambos europeos cultos, ambos con una escritura que seguía tejiendo Europa y el respeto entre los dos es palpable en esa foto. Hay otra, en cambio, con Sartre –y uno se pregunta a qué fue Sartre a Malagar– y Mauriac lo mira con toda la desconfianza del mundo.
La lucidez del escritor católico –en absoluto exhibicionista y siempre de espaldas a las modas– es muy superior a la lucidez, tantas veces equivocada, de Sartre. Y ambos son Europa, pero de los dos, sabemos muy bien cuál es el que trazó la peor deriva en el mapa y quien, por el contrario, representa lo mejor del espíritu europeo, esa honestidad que es silenciosa, pero acaba salvando al continente.
Y ahora cambio de tercio y paso de los pianofortes Stein del XVIII, esos cuya fábrica visitaba el joven Mozart, a los pianos del soul del siglo XX, herederos de aquellos. Resulta curioso cómo gustos dispares y a veces contrapuestos nos forman. Esta semana ha muerto Roberta Flack y ella entró en nuestras vidas al mismo tiempo que lo hicieron Lou Reed, Van Morrison o Dylan, por nombrar sólo a tres, que es lo que aconseja Borges, aunque no lo cumpliera. En principio Roberta Flack nada tenía que ver con lo que nos gustaba en los 70 –y nos sigue gustando ahora–, siempre al margen de la música que sonaba en las discotecas. Lo nuestro eran los bares. Sin embargo, recuerdo que entre las rendijas de Take a walk on the wilde side –que alguna discoteca con vocación de moderna pinchaba– se colaron la lenta radiografía de una pasión titulada Killing me softly with his song y la epifanía de un enamoramiento titulada First time ever I saw your face, en la voz de Roberta Flack. Ambas un pelo azucaradas, sí, pero formaron parte de nuestra educación.
Tal vez hayamos olvidado o confundamos con quién bailamos una u otra canción; es más, dados los tiempos, la misma juventud que la de Mozart y su prima, es más que probable –y esto es sólo un eufemismo– que bailáramos ambas canciones con varias personas. En cambio, sólo por esas dos no hemos de olvidar nunca a Roberta Flack, un fragmento de una cierta melancolía proustiana –no perderse la exposición del Thyssen sobre el mundo de Proust, Europa de nuevo–, o lo que es lo mismo: otra madalena mojada en té que nos lleva a cuando éramos mejores. O nos lo creíamos.