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Franco, Sánchez y los dioses vengadores, por Manuel Burón

by Marko Florentino
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Todo oficio tiene su terreno vedado. La mentira en el periodismo, la prevaricación en la justicia, la cámara lenta en el cine o la traición en el amor. Entre los historiadores el gran enemigo es el anacronismo, es decir, analizar el pasado haciéndolo desembocar dócil y oportunamente en el presente. Herbert Butterfield, historiador británico, lo definió con mucha gracia, «ensalzar revoluciones una vez que han resultado exitosas, hacer hincapié en ciertos principios de progreso en el pasado y producir un relato que constituye una ratificación del presente».

Pero el anacronismo tiene una cosa buena. Infaliblemente nos avisa de un uso interesado de la historia, como cuando los marxistas veían proletarios en la Grecia clásica o los nacionalistas las raíces de su patria entre los pueblos prerromanos.

Cierto. De vez en cuando se nos permite pisar ese terreno vedado. ¿No lo hace el Estado cada vez que conmemora, que se remite a sus remotos orígenes? ¿No es en ocasiones la enseñanza de la historia en las escuelas precisamente eso, la presentación de un mito amable que nos ayuda a imaginar una historia común, a defender un progreso y sus avances?

De acuerdo, pero si el historiador va a hacer eso, dirá el propio Butterfield, «si va a erigirse como dios y juez, o plantarse como vengador oficial de los crímenes del pasado, entonces podemos exigirle que se parezca todavía más a un dios y se considere no tanto como el vengador cuanto como el reconciliador».

En estos días asistimos al inicio de las conmemoraciones por la muerte de Franco. 50 años de libertad han denominado al año fasto. O nefasto, porque si un congreso académico ya suele ser una cosa bastante aburrida, no me quiero imaginar 100 actos, todos y cada uno en torno a la figura más anodina y despreciable de nuestra historia, que ya son ganas de sufrir. Ni a los dioses del Olimpo se les hubiera ocurrido un castigo tan cruel. 100 actos, ni uno más ni uno menos, hasta llegar, en progresivo frenesí (es un decir) a la apoteosis rediviva del 20 de noviembre.

«A nadie se le puede escapar la urgencia y la conveniencia de la convocatoria, lo gratuito de la efeméride»

En principio, que un gobierno quiera fomentar la investigación en historia, subrayando con ello los logros democráticos, es una excelente noticia. Pero a nadie se le puede escapar —y menos a los historiadores, expertos en crítica de fuentes— la urgencia y la conveniencia de la convocatoria, lo gratuito de la efeméride, lo afín del Comité Científico designado (otro más), en definitiva, el uso partidista al que se presta una conmemoración así.

El acto de inauguración fue todo él un ejercicio de presentismo. Allí parecía hablarse más de Elon Musk que de Arias Navarro, más de Abascal que de Marcelino Camacho y más de Vox que de toda la Transición. «Puede volver a pasar», advertía el presidente del Gobierno.

Puede volver a pasar, claro, si Pedro Sánchez, nuevo Centinela de Occidente, no lo impide. Pues al mismo tiempo que se preparaban los festejos, se dibujaba una supuesta postura en política exterior enfrentada a una «internacional reaccionaria», otro término de claro aroma historicista. A la vez que algunas de las más polémicas medidas legislativas —de las más polémicas en 50 años, me atrevería a decir— se justificaban en el inapelable interés de frenar el avance de «los ultras», caso de las leyes de reforma judicial (contra «las acciones judiciales abusivas») o del Plan de Acción Democrática, dirigido a los medios de comunicación.

No, no parece que nos encontremos con una conmemoración al uso, como pudo ser el bicentenario de la Constitución de Cádiz, una celebración que, como quería Butterfield, al menos buscaba plantear un relato conciliador del pasado. Más bien parece lo contrario, dividir, señalar al enemigo, por muy detestable que este sea, extraer del pasado la legitimidad que en el presente se le niega.

«La función social del historiador no es vengar las afrentas del pasado, sino denunciar la instrumentalización política de la historia»

Se podrá argüir, como hacía recientemente uno de sus más decididos participantes, que lo mismo hacen los otros con Isabel la Católica o con la Reconquista. Y tendrán razón, pero solo a cambio de renunciar ellos también a la más valiosa función social del historiador, que no es la de vengar las afrentas del pasado, sino denunciar la instrumentalización política de la historia en el presente.

Esa era la opinión al menos la opinión de otro célebre historiador, Eric Hobsbawm, cuando afirmaba que «la crítica escéptica del anacronismo es la principal manera en que los historiadores pueden demostrar su responsabilidad pública». En vez de ello, los próximos días asistiremos a una intolerable distancia, la que se da entre un pasado que se escruta y que se critica, y un presente que se ignora y exonera.

Y, sin embargo, es un excelente momento para reivindicar el valor de la historia, la necesidad de una aproximación rigurosa hacia el pasado, de ejercer la que seguramente sea la más necesaria, divertida y, esta sí de verdad contestataria, labor del historiador: criticar los usos del pasado por parte del poder. Sea este cual sea. Pero no del poder de hace 50 o 90 años, si no es mucho pedir, sino del actual.





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