Desde que Pedro Sánchez anunciase su propósito de dedicar el año 2025 a conmemorar la muerte del dictador Francisco Franco, no hemos dejado de discutir acerca de la fecha elegida y el significado que podemos atribuirle. Sobre todo, los críticos han señalado la incongruencia que supone festejar por todo lo alto el fracaso de una oposición al franquismo, incapaz de precipitar el fin del régimen: la flebitis hizo aquí lo que los aliados hicieron en Alemania o Italia. Y es como si la ausencia de un relato de liberación persiguiera a más de uno desde entonces; de ahí que se quiera «resignificar» el año 1975 para convertirlo en —sí— año de liberación.
Pero tampoco esto, como se ha dicho también, es exacto: aunque la muerte del dictador fue condición de posibilidad para la transición a la democracia, la viabilidad de esta última solo empieza a vislumbrarse a finales de 1976 y fructifica en las elecciones libres de 1977. Su culminación tiene lugar con la aprobación por referéndum de la Constitución en 1978, aunque puede asimismo entenderse que la democratización madura con el regreso de la izquierda al poder en 1982. Nótese que no es la misma izquierda que hizo la oposición a Franco, sino la que entonces supo entender la pulsión de futuro que dominaba a la sociedad española. Tal como ha escrito Ignacio Varela, el PCE se equivocó llevando a sus carteles electorales a Carrillo o la Pasionaria, figuras que traían al presente los horrores de un pasado que —reparaciones simbólicas y materiales al margen— los ciudadanos querían dejar atrás.
Tomarse en serio el Año Franco propuesto por el ejecutivo de Sánchez es así muy difícil: exige tomarse en serio al propio ejecutivo de Sánchez. O mejor dicho: se nos pide que partamos de la premisa de que sus iniciativas políticas son bienintencionadas y genuinas, en lugar de verlas como lo que son, como lo que salta a la vista que son: herramientas propagandísticas destinadas a producir rendimientos electorales. En el caso de los 50 años en libertad, el propósito es cohesionar al bloque ideológico propio y alimentar la polarización, manteniendo vivo el marco de la alerta antifascista que será otra vez dominante en las siguientes elecciones. No hay más: los cínicos que sean fieles a Sánchez encontrarán justificaciones ad hoc para la fecha elegida; quienes se lo crean todo a pies juntillas defenderán apasionadamente la oportunidad de la celebración y que rabie la derecha.
Para el resto, la dificultad es obvia: las iniciativas tácticas del Gobierno son presentadas de tal manera que solo pueden discutirse como si fueran genuinas… aunque sepamos que no lo son. Tal vez la narratología pueda ayudarnos: cuando Sánchez arguye que es indispensable celebrar los 50 años de libertad que se cumplen con la muerte de Franco, solo podemos asumir su relato si suspendemos momentáneamente —la célebre formulación es de Coleridge— nuestra incredulidad. Pero quien nos habla en este caso es un narrador sospechoso o no fiable, que es como la teoría designa a la voz narradora que no cuenta la verdad o falsifica la realidad en beneficio de sus intereses: como el Humbert Humbert de Lolita o los protagonistas de algunas nouvelles de Henry James. El lector debe andarse con cuidado.
«Que gobiernos y partidos pongan relatos en circulación no obliga al ciudadano a darlos por buenos»
Ocurre que la política no es literatura: que gobiernos y partidos pongan relatos en circulación no obliga al ciudadano a darlos por buenos; para eso ya están los votantes fervorosos y los intelectuales orgánicos. Así que a Sánchez se le ve el truco; quien se lo ve, no puede ya dejar de verlo. Ahora bien: ¿no sería acaso deseable que tuviéramos un debate nacional riguroso acerca de la dictadura y la transición a la democracia, haciéndonos cargo de todos sus matices e iluminando sus contradicciones con un espíritu a la vez autocrítico e inquisitivo? Naturalmente. Pero no es lo que tenemos delante, ni podemos hacer como si lo fuera: a otro hueso con ese perro.