Marco Cochachin, de 20 años, trabaja ocasionalmente “pegando pladur”, en el empleo sumergido del sector de la construcción. Pero cuando no hay faena en este sector, sale a ganarse la vida a la rotonda de plaza Elíptica, donde cada día decenas de hombres ofrecen sus brazos por dos duros para trabajos efímeros. Este jueves, a las 11.30, ahí estaba Cochachin, abanicándose con un folleto de publicidad bajo un sol despiadado y en medio del pavimento reverberante. Tenía la mirada clavada en la autovía y levantaba la mano a cada furgoneta que pasaba, incluso a las de los servicios del Ayuntamiento. Este peruano llegó hace dos años a Madrid en búsqueda de eso que persiguen todos los migrantes. Le falta un año para aspirar a tener una residencia por arraigo: “Hay que currar en lo que sea. Hay que aguantar tres años hasta que salgan los papeles”, ha dicho Cochachin, mientras le brotaban unas gotas de sudor encima de los labios. Aguantar, aunque sea bajo el sol en plena ola de calor; aguantar, aunque el termómetro marque 32 grados a la sombra; aguantar, aunque los trabajos de plaza Elíptica se restrinjan a la construcción o la mudanza, lo que en este contexto solo implica más calor.
Delante de Cochachin y separados apenas por un metro, un hombre de origen latino y otro de raíces africanas también se disputan la plaza y, detrás de ellos, al menos una treintena se reponen a la sombra, antes de lanzarse en otro intento. Aquí nadie aplica los protocolos de altas temperaturas. Aquí la supervivencia es una lucha entre la sombra y la comida.
Aunque plaza Elíptica es uno de los puntos más sofocantes de la capital, la isla de calor más abrasadora de Madrid es la plaza de Juan Pujol, en Malasaña, según un estudio reciente de Urban Heat Snapshot, realizado a partir de inteligencia artificial e imágenes satelitales captadas en julio de este año. El documento ha detallado que la plaza “tiene más de un 90% de superficies impermeables —que son duras y suelen absorber o retener el calor—, muy pocas zonas verdes y muy poca cubierta vegetal”, lo que explica el ambiente infernal de este espacio.
A las 15.30 de este jueves dicho estudio ha cobrado vida a través del termómetro de EL PAÍS, que ha marcado 42,7 grados bajo el sol, en diferentes puntos de esta plaza pavimentada. En estas condiciones trabajaba Iván Manzano, repartidor de Coca Cola. La lleva “muy mal” con el calor, según cuenta, ya que le ha provocado mareos, fatiga, estrés y ansiedad. “Te vuelves irritable, estás cabreado y te enfadas con el compañero”, ha ilustrado este empleado madrileño, mientras descargaba el camión y cargaba el carro con canastas de refrescos, aguas y bebidas energizantes.
Manzano ha comentado algunos casos de compañeros que no solo han sufrido golpes de calor, sino caídas o golpes con el carro. “Por el calor no estás al cien por cien. Si estás fresco es diferente, pero cuando estás fatigado no es lo mismo, vas más lento”, ha detallado Manzano, antes de protestar. “Esto es ilegal, pero a las empresas se la suda, literalmente. Esto tiene que acabar”. Tras su reclamo, Manzano ha apurado la despedida con una explicación: “Se va a enojar mi compañero porque estoy parado y tenemos que terminar”.
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Al frente del camión de Coca Cola, un trabajador de la construcción que se queja del calor. Viste un mono azul y una gorra bajo la cual ha puesto una camiseta para protegerse el cuello del sol. Prefiere no identificarse. Bebé de una botella de agua como si de ella dependiese su vida. Y puede que sí: está remodelando el techo de uno de los edificios que bordean la isla de calor más potente de Madrid. Empezó a trabajar a las siete y, siendo las 15.45, le falta terminar la faena. Sabe que por ley su jornada ya debía haber terminado, ya que a partir del 15 de julio y hasta el 16 de agosto el sector de la construcción está trabajando en horario continuo de siete horas. Él va a ajustar su novena. “Ve y habla con el jefe y dile que [el horario es] hasta las tres a ver si le gusta”. El empleado asegura que, como se hidrata constantemente y toma sombra cada tanto, no ha experimentado síntomas por las altas temperaturas, aunque teme por los próximos días, cuando deba “coger el soplete”.
Hay trabajos que nunca se detiene e incluso que son más exigentes en ese momento en que el descanso es más necesario. Es el caso de los llamados riders, que pedalean por toda la ciudad para asegurar la comida en muchas mesas. La mayoría de ellos son migrantes sin permiso de trabajo, una condición que conoce un venezolano de 31 años que ha solicitado que su nombre no se publique por miedo a entorpecer su regularización migratoria. Son las 15.00 y el termómetro escala hasta los 39 grados. “No es lo que debería ser, porque deberíamos estar con las medidas preventivas, pero a nosotros nos toca exponernos. Yo lo hago por necesidad”, ha explicado el hombre que lleva a cuestas una mochila de Glovo.
Aun así, este trabajador venezolano se preocupa de tomar las medidas: “Vengo equipado con agua y ropa ligera y bloqueador”. Es su segundo verano montado en la bicicleta. Del primero, aprendió que no debía vestir pantalones cortos ni camisetas de manga corta para evitar las quemaduras. Aunque no ha presentado síntomas inmediatos por estar expuesto a calor extremo, le inquietan las consecuencias que pueda experimentar a largo plazo: “Mi padre sufre de cáncer de piel y no sé si yo voy a tener predisposición”.
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