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George Benjamin: “El público de ópera tiene un apetito voraz de innovación”

by Marko Florentino
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A los 10 años sir George Benjamin (Londres 1960) ya había decidido consagrar su vida a la ópera. «Mi primer amor fue Beethoven», rememora el compositor, galardonado en la última edición de los Premios Fronteras del Conocimiento de la Fundación BBVA en la categoría de Música y Ópera. «Más tarde mis padres me llevaron a ver Fantasía de Disney y mi conversión a la música clásica empezó a dar sus frutos». A la edad en la que los niños coleccionan cromos de fútbol, el pequeño Benjamin atesoraba una cantidad considerable de partituras para teatro musical. Poco después, se citaría con Oliver Messiaen en el Conservatorio de París sin imaginar que el famoso compositor y ornitólogo francés llegaría a compararlo con Mozart. «Me siento muy agradecido por todo lo que aprendí en sus clases, pero semejante afirmación resultó un tanto intimidante, pues por entonces yo ya me tomaba la música muy en serio», relata.

A la precocidad de su debut como compositor en los BBC Proms (con Ringed by the Flat Horizon, que se estrenó cuando aún era estudiante) le siguió un paréntesis de dos décadas y media hasta el esperado estreno de su primera ópera. «Sólo necesitaba un buen libreto, y me llevó más de lo previsto encontrar a la persona adecuada…». Se refiere al dramaturgo británico Martin Crimp, «colaborador y confidente» en los cuatro títulos que han estrenado hasta la fecha: Into theLittle Hill (que elevó su primer telón en la Bastilla de París en 2006), Written on Skin (para muchos la mejor ópera de los últimos tiempos, y una de las más representadas), Lessons in Love and Violence (cuyo estreno español, en el Teatro Real de Madrid, se tuvo que cancelar por la pandemia) y Picture a day like this (por encargo del festival de Aix-en-Provence, su particular y privilegiado laboratorio para la experimentación lírica).

«Con el tiempo, he ido perfeccionando la manera de componer, pero la ingenuidad de mi niñez aún pervive dentro de mí». No siempre resulta fácil. «Hay un silencio previo al primer ensayo que puede resultar atronador. Por eso antes de entregar la última versión de una partitura reescribo cada nota 50 veces », confesaba nada más enterarse del fallo del jurado, que en su XVI edición destacó la «extraordinaria aportación» del compositor, director y catedrático Henry Purcell del King’s College de Londres, así como «su impacto en la creación contemporánea» en los ámbitos de la música sinfónica, la ópera y la música de cámara. No es el primer gran homenaje que recibe en España. En 2006, la Orquesta y Coro Nacionales de España le dedicó su Carta Blanca para dar a conocer su singular y fascinante universo musical. «Aquí me siento como en casa», contó a La Lectura durante su visita a Bilbao para recoger el galardón.

En el concierto de la víspera de los Premios Fronteras escuchamos dos obras suyas (el estreno en España del Concierto para orquesta y Dance figures) junto a piezas de Wagner (Tristán e Isolda) y Stravinski (El pájaro de fuego). ¿Qué tienen en común estas partituras?
Debo aclarar que no tuve nada que ver en la elaboración del programa, pero considero que fue una elección de lo más acertada. Me conmovió que la Orquesta Sinfónica de Madrid abordara dos obras que considero fundamentales de mi catálogo. Además, hacía mucho tiempo que no escuchaba en directo una ópera de Wagner, cuya música conozco al detalle y, sin embargo, siempre te sorprende. Cada nota contiene un mundo lleno de posibilidades.
Su devoción por Wagner, ¿no es acaso incompatible con su indisimulada admiración por Debussy, cuya música fue una reacción a la tradición alemana y, más concretamente, al estilo dramático y denso de las liturgias de Bayreuth?
Fíjese que en el verano de 1880 Debussy asistió en Viena a una función, precisamente, de Tristán e Isolda. Sabemos que aquella experiencia lo perturbó hasta tal punto que, a pesar de las estrecheces económicas que atravesaba en sus años como pianista, viajó a Bayreuth para tratar de entender esa música fascinante. Su reacción a Wagner debe entenderse en el contexto de una generación de compositores que se vieron obligados a escapar de una influencia demasiado poderosa. No todos, por supuesto, lograron encontrar su camino. Y me atrevería a decir que sólo Debussy consiguió crear algo verdaderamente original y diferente. Para ello tuvo que enfrentarse a Wagner, ante cuya colosal sombra solo cabía la rendición, en forma de silencio, o la burla, como método de supervivencia.

“Con el fin del dogma de las vanguardias, muchos músicos se sintieron desubicados. Sin nada a lo que aferrarte, sólo te queda indagar en tu interior”

Cuando comenzó a componer, las vanguardias musicales habían degenerado en dogmas. ¿Queda todavía algún territorio prohibido para los músicos?
Pienso que no y que, quizá por eso, muchos compositores se sienten todavía algo desubicados. Nos guste más o menos, el dogma en que devinieron algunos movimientos y escuelas simplifica mucho el proceso creativo. Te ofrecen unas normas y te señalan el camino a seguir. Si no tienes nada a lo que aferrarte, sólo te queda indagar dentro de ti mismo en la más absoluta, y a veces agonizante, soledad. En los años 70 y 80 los ismos musicales empezaban a desprender un cierto aroma a rancio, lo que, para un compositor joven como era yo entonces, suponía un estímulo extra a la hora de luchar contra cualquier imposición que pusiera en riesgo tu propio estilo.
Una «lucha encarnizada contra la pereza», en sus propias palabras.
Las vanguardias musicales que surgieron a raíz del trauma de la Segunda Guerra Mundial tenían una razón de ser. Fue una ruptura valiente con el pasado en forma de experimentación y búsqueda de nuevos lenguajes que, con el transcurso de las décadas, devino primero en dogma, luego en institución y finalmente en sinsentido. La música occidental debe seguir avanzando. Y creo que así lo están demostrando las nuevas generaciones de músicos jóvenes, que han encontrado otras formas y estilos de acercarse al mundo de hoy. No al de sus padres ni al de sus abuelos.
Las salas de concierto, antes semivacías cuando se trataba de un estreno, han vuelto a llenarse. Este cambio ¿es también mérito del público?
No hay nada más abstracto que la noción que uno puede hacerse del público, pues su naturaleza y condición varía según los lugares, y también los momentos. No es lo mismo aquí que allá, un lunes de agosto que un viernes de diciembre. Hay una afición muy consolidada a la música contemporánea, pero sigue habiendo un sector muy cerrado al cambio. Quizá el fenómeno más relevante en estos momentos sea el público de la ópera, un género en pleno auge. Ahí sí percibo un apetito voraz por la innovación. El mundo sinfónico es mucho menos permeable a la innovación. Le podría decir una docena de obras para orquesta que han sido compuestas en los últimos 50 años que aún no han sido incorporadas al repertorio. Y que, a este paso, puede que no lo hagan nunca.
Hubo un tiempo en que Gran Bretaña se autorreprochaba que, después de Henry Purcell, sus compositores hubieran tardado tanto en producir música interesante. ¿Es una simple casualidad que, por segundo año consecutivo, la categoría de Música y Ópera de los Premios Fronteras del Conocimiento (que en 2023 recayó en Thomas Adès) reconozca la trayectoria de un compositor inglés?
Gran Bretaña ha experimentado un magnífico renacimiento musical en los últimos cien años, empezando por Elgar, pasando Holst y Vaughan Williams, luego Britten y Tippett, Maxwell Davies… y así hasta llegar a mi generación, con nombres tan destacados como el de mi querido y admirado Oliver Knussen [fallecido en 2018]. No creo que sea una casualidad, sino una combinación de factores, tales como las políticas de subvención pública, el patrocinio privado o la calidad de la enseñanza musical. Sin embargo, en la última década y media esta tendencia se ha invertido, como demuestran los drásticos recortes del Arts Council y la falta de financiación de las orquestas de la BBC. Los viejos fantasmas de la vida musical británica han regresado a golpe de populismo, provincianismo y conservadurismo. Dicho lo cual, aún confío en que sea algo pasajero.

“El problema de las óperas de rabiosa actualidad es que el público se despista. Busca su reflejo y se crean bandos de una causa inexistente”

Su vocación musical fue inusualmente precoz. Con 10 años ya tenía claro que quería dedicarse a componer óperas. Y, sin embargo, esperó a cumplir 45 para cumplir su sueño. ¿No le daba miedo que se le pasara el arroz?
Para nada. Mi amor y entrega por el género no se vieron en absoluto afectados. Bien al contrario, aproveché ese tiempo para afianzar ciertas técnicas y procedimientos. Toda la música instrumental que compuse hasta el estreno en 2006 de mi primera ópera [Into the Little Hill] tenían un sustrato dramático que estaba enfocado a la culminación de una obra de gran formato. Lo único que escapaba a mi control era el libreto, y reconozco que fue una búsqueda agónica, por momentos incluso desesperada.
Durante 25 años descartó a más de 80 escritores, incluido el mismísimo Arthur Miller. Hasta que alguien le presentó a Martin Crimp y prendió la mecha durante un almuerzo en el restaurante del Royal Festival Hall de Londres. ¿Qué ocurrió?
De no ser por él yo no habría compuesto una sola ópera. Él me dio la inspiración que estaba buscando: un tipo de escritura capaz de contar historias de una manera sencilla y comunicativa pero con un fuerte arraigo al presente, con una vinculación al siglo XXI. Cuando música y palabra van de la mano, la melodía, el ritmo y la armonía funcionan como las piezas perfectamente ensambladas de un reloj. Todo fluye, todo tiene sentido. Sabes que esta coma debe ir aquí y esta nota allá. Es un proceso mágico que en mi caso comienza con la ceremoniosa recepción de un sobre por correo postal [en cierta ocasión el Royal Mail perdió uno de estos borradores] que, en los cuatro proyectos en los que hemos colaborado, ha cambiado mi forma de ver el mundo.
¿Por qué en sus óperas recurre a fábulas, cuentos y leyendas de trovadores para hablar de nuestro presente?
Los arquetipos te permiten marcar una cierta distancia para que el público dirija toda su atención a los elementos esenciales de la tragedia humana, esto es, los sentimientos que surgen del conflicto con nuestro propio destino. Esta concepción mítica la encontramos en la primera ópera de la historia, Orfeo, en la que un cantor tracio trata de rescatar a su amada del infierno. El problema de elegir temas rabiosamente contemporáneos es que el espectador puede despistarse. Sin darse cuenta, busca en la historia su propio reflejo: referentes, afinidades, consignas. Entonces se abre una grieta en el patio de butacas: defensores y detractores de una causa inexistente. Y ahí se pierde la atención.
¿Significa esto que la ópera puede no ser política?
Desde luego. Pensemos, por ejemplo, en Pélleas et Mélisande de Debussy, que es un viaje espiritual en el que los personajes tratan de encontrar su luz. Evidentemente, la ópera es un género dramático que trata de los problemas y conflictos de los seres humanos. Y la política forma parte de ese entramado. Pero no creo que la ópera deba dar respuestas o señalar con el dedo en ninguna dirección, sino hacernos reflexionar sobre quiénes somos y el papel que desempeñamos en este mundo.
Como profesor de la cátedra Henry Purcell de composición del King’s College de Londres, ¿cuál es la lección más importante que imparte a sus alumnos?
Más allá de ciertas técnicas o rudimentos, realmente no puedes enseñar a nadie a componer. Lo que sí puedes hacer es ayudarles a convertirse en la mejor versión de ellos mismos, a encontrar su propia voz, a escuchar mejor y a trabajar de manera más eficiente. Hay cuestiones más pedestres que tienen que ver con el funcionamiento de una orquesta o ciertos métodos compositivos, pero el gran desafío no está fuera sino dentro de ellos mismos. Deben averiguar quiénes son y actuar en consecuencia. Me encuentro con muchos músicos jóvenes que no saben qué hacer. El problema es que cuentan con un abanico amplísimo de posibilidades. Cuando tienes demasiada libertad es difícil tomar decisiones. Por eso les animo a crear sus propias reglas de juego y a respetarlas.

“Me siento muy unido a España. Uno de mis antepasados fue un judío converso que en el siglo XVII huyó de la Inquisición y acabó estudiando en Oxford”

En cierta ocasión reconoció que, después de descubrir a Beethoven, tiró los discos pop de su juventud, incluidos los Beatles, a la basura. ¿No hay nada de la música comercial que le interese?
Mi mundo es otro, lo que no quiere decir que no reconozca el talento a mi alrededor, como el de las voces de Amy Winehouse, en su día, o Rina Sawayama, más recientemente. Pero, para serle completamente sincero, no me encontrará jamás en un concierto de punk [risas].
Después de estudiar con Messiaen, empezó a trabajar en un pianobar de Londres. ¿Qué se le había perdido allí?
Tenía que ganarme la vida de algún modo, pero sólo duré unos meses. Me frustraba que la gente no me prestara la más mínima atención. Salvo una señora, muy agradable, que me pidió que tocara el Concierto para piano nº 21 de Bach. A partir de ahí me prohibieron que volviera a tocar una pieza clásica. Así que lo dejé.
La música de Ringed by the Flat Horizon, su carta de presentación, surgió de la fotografía de una tormenta tomada en un desierto en Nuevo México. ¿Recuerda la última vez que recibió una gran descarga de inspiración de esa magnitud?
España, sin ir más lejos, ha ejercido una gran influencia en mí. La música de Falla, las pinturas de Goya, la arquitectura de Gaudí. Mientras componía mi segunda ópera, Written on Skin, adquirí un facsímil del Beato de Liébana, un manuscrito medieval con ilustraciones del Apocalipsis de San Juan cuyo original espero contemplar algún día en la Biblioteca Nacional de Madrid. Guardo también un recuerdo maravilloso de mi primera visita a Málaga en la primavera de 1971. Allí me enteré por la prensa de la muerte de Stravinski, y a mis 11 años lloré desconsoladamente en el transcurso de una tarde inusualmente lluviosa. Más tarde averigüé que a principios del siglo XVII uno de mis antepasados, un judío converso, huyó de la Inquisición en Cantabria y se instaló en Inglaterra. Se llamaba Isaac Abendana y llegó a estudiar en Cambridge y luego en Oxford. Todas son imágenes poderosas que han marcado mi forma de componer.
Siete de las ocho categorías de los Premios Fronteras del Conocimiento son científicas. ¿Es la música un contrapunto a estas disciplinas o considera que es posible reivindicar las leyes y principios que rigen una partitura?
Hay muchos aspectos de la música que tienen que ver con la química, en términos de reacción y transformación de algunos sonidos como si fueran moléculas, o con las matemáticas, en lo que se refiere a la proporción, la armonía o la propia lógica de los tonos y los ritmos. La cautivadora belleza de las polifonías de Bach es el resultado de una combinación magistral de líneas melódicas a través del contrapunto para lo que se requiere ciertos conocimientos sobre principios de simetría o incluso sobre la física del sonido de los lugares donde fueron compuestas estas piezas. Pero esto no debe llevarnos a la confusión. La música se alterna entre la artesanía y el rigor científico, entre la construcción y el intento de expresión, entre la escritura y la ejecución. De la misma manera, también podemos encontrar poesía y música en ciertas fórmulas que explican, por ejemplo, el movimiento de los planetas.





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