Por muy tentador que sea darle la razón a Mark Twain cuando dijo que no había que permitir que las escuelas interfirieran con la educación de los jóvenes, siempre hay excepciones, y Harvard es una de ellas. Aquel es uno de esos nombres indisociablemente ligados al prestigio estadounidense, a su enorme poder blando que seduce y que contagia sus valores. La mitología que envuelve a esta institución se ha colado en las fantasías de millones de jóvenes del mundo entero porque allí -y esto ya no es mito sino realidad- arde uno de los núcleos más brillantes de la vida académica mundial. Harvard es el lugar donde enseñan las grandes figuras intelectuales del momento; donde se producen algunas de las ideas, las teorías y los debates que hacen girar el mundo. Una credencial de Harvard, más que un título, es la prueba de que se ha surfeado en la cresta de la ola.
Siendo esto cierto, también lo es que en los últimos años esta institución se ha visto bajo el asedio de dos fuerzas iliberales contrarias al universalismo y al cosmopolitismo que definen la misma idea de la universidad. El wokismo, con su énfasis en la justicia social y la inclusión de las minorías históricamente marginadas, cambió las reglas del debate universitario. Partiendo del noble ideal de dar voz a los excluidos, terminó censurando o mirando de reojo a cualquier discurso que pareciera hostil con las víctimas, o que no se plegara al nuevo marco mental que divide al mundo en oprimidos y opresores. En el último informe de la Fundación para los Derechos individuales y la Expresión (FIRE), de 2024, Harvard quedó en el último renglón entre 284 universidades. La tolerancia hacia las ideas diversas ha ido en declive, y con ella el debate racional y libre, que nunca ha sido una mala fórmula para acercarse a la verdad.
La crisis que más sacudió el prestigio de Harvard fue la ciega defensa de varias asociaciones de estudiantes, justo después de los salvajes ataques del 7 de octubre de 2023, a Hamás. A la complicidad aberrante con la barbarie antisemita de los alumnos se sumó la comparecencia de su presidenta, Claudine Gay, ante el Congreso. Las respuestas que dio aquel día, además de un mal sabor de boca, dejaron la sensación de que las políticas woke de inclusión y diversidad podían haberla beneficiado a ella, pero le habían hecho un daño enorme a la institución que representaba. El golpe autoinfligido por Harvard, además de descorazonador, invocó una amenaza peor. Fue una oportunidad dorada para que otra fuerza iliberal, aún más dañina que el wokismo, aún menos cosmopolita y más cerril y reaccionaria, corta de visión y zafia, saliera al paso a darle otra estocada.
«Harvard ha sido siempre un antídoto contra esas ideas, y uno de los motores globales de la modernidad liberal. De caer, caería una de las piezas más visibles del engranaje que sostiene la cultura de la libertad académica, del intercambio cultural, la mezcla y la búsqueda conjunta del conocimiento»
Hablo, por supuesto, del nacionalismo antiinmigración de Trump y su credo MAGA, que ahora asedia a la universidad con una política más identitaria y sectaria que cualquier consigna woke: Harvard para los yanquis. El presidente no sólo está tratando de violar la autonomía universitaria, una idea fundamental en el sistema educativo moderno, sino de forzarla a aceptar las premisas del nacionalismo blanco. En esa suerte de wokismo de derechas que zumba en las neuronas presidenciales, Estados Unidos es una víctima de la que ha abusado el mundo entero, y los patriotas estadounidenses, apenas una minoría blanca aplastada por la élite globalista que domina el mundo. Harvard, como símbolo evidente del cosmopolitismo y de la circulación de gente llegada de todos los rincones del mundo, es justo el blanco que hay que atacar.
La visión que hay detrás de estas medidas tiene los tintes xenófobos que asoman en todo nacionalismo: los extranjeros están trayendo ideas raras y radicales que atentan contra la salud de la población local. Aquello de combatir el elitismo y la burocratización de las instituciones globales no es más que un subterfugio que esconde el fastidio al diferente, a la internacionalización de la vida y a las ideas liberales. La reivindicación de un pueblo nacional, atado a las tradiciones, homogéneo y sano, es el último estertor del instinto tribal que hoy, de la mano de Trump, intenta fragmentar una vez más a Occidente en islotes defensivos. Harvard ha sido siempre un antídoto contra esas ideas, y uno de los motores globales de la modernidad liberal. De caer, caería una de las piezas más visibles del engranaje que sostiene la cultura de la libertad académica, del intercambio cultural, la mezcla y la búsqueda conjunta del conocimiento. Sería un daño para el mundo entero, pero sobre todo para Estados Unidos, que perdería ese imán de talento que son sus campus universitarios.
Trump habla de hacer grande a América otra vez, pero en realidad la quiere hacer pura: blanca y protestante. La grandeza es otra cosa, y en ella han tenido mucho que ver esos alumnos, profesores y trabajadores extranjeros de los que ahora se quiere deshacer.