Después de la tempestad, la final de Copa que empieza el 26 de abril y termina el 27. Partido de noche y día: el Barça (1-0, Pedri) juega tan bien que cuando se recrea se duerme, y el Madrid, mortecino, detecta esa debilidad y resucita (1-2), pero Ferran está vivo (2-2). Primera y única intervención del VAR, minuto 96: penalti que no es. Prórroga, gol de Koundé (3-2), el Barcelona suma su título copero 32, el banquillo madridista se rebela y Rüdiger ve la roja.
Es la conclusión tras los sucesos del viernes. Jugadores y técnicos los olvidaron y el sábado/domingo se vaciaron. El hijo de Ricardo de Burgos Bengoechea irá el lunes al cole y sus compañeros le pedirán perdón y le felicitarán porque su papá no es un ladrón y es mejor árbitro de lo que dice la tele merengue. Para llegar al desenlace hubo que sortear obstáculos que requirieron la intervención de Rodríguez Uribes, secretario de Estado para el Deporte, para que reinara la paz, y de Rafael Louzán, presidente de la RFEF, para imponer sensatez, ejerciendo de gallego hasta el infinito y más allá. A cinco partidos de que caiga el telón de la Liga, con títulos, puestos continentales y descensos en juego, los árbitros son muñecos de pim pam pum en quienes se escudan los que fallaron en la composición de la plantilla, no acertaron con la elección del entrenador ni con el recambio y condujeron con sus decisiones al equipo al precipicio.
Los árbitros españoles son tan buenos y malos como los extranjeros –hay miles de pruebas que lo corroboran–, pero no convencen ni a la FIFA ni a la UEFA porque pesa sobre ellos la «maldición de Negreira», cuestión de tejemanejes probados –sí, el Barça pagó durante 17 años 8,4 millones de euros al vicepresidente del Comité Técnico de Árbitros–, aún por resolver en sede judicial. De esa tara se aprovechan los clubes para lapidar a los colegiados cuando la cosa va mal y el Madrid no duda en colocarlos en la picota semana tras semana, como ha hecho con De Burgos Bengoechea y Pablo González Fuertes. Por una vez, y en ocasión tan señalada, podía haberse ahorrado el vídeo y no hurgar en la herida, pero insistió apoyándose en esa libertad de expresión que niega a los trencillas. También es cierto que González Fuertes, haciendo gala del famoso refrán del convento y de que le quedan dos telediarios en el arbitraje –hasta final de temporada– debió callarse y no puentear a Medina Cantalejo, el jefe, porque sus reivindicaciones huelen a venganza y búsqueda de notoriedad al no haber conseguido la escarapela internacional.
«La pareja de la Copa» –así quedarán Bengoechea y Fuertes para la posteridad– fue muy inoportuna y en la sala de prensa estuvieron a punto de volar por los aires la final deseada. Soltaron la bomba en el peor momento y, aunque ya es tarde para que aprendan, deberían fijarse en los expeditivos métodos de Yolanda «Catarella».
Díaz, que, según ella, tumbó el acuerdo de las balas israelíes en «persona personalmente», dejó a la Guardia Civil sin munición, generó un gasto de seis millones de euros a las arcas del Estado por comprar humo, que al fin y al cabo es lo que vende, metió a Marlaska en la jaula de los leones y conserva la poltrona y el sueldo de ministra, lo que de verdad importa. «La pareja», sin tablas ni cuajo, patinó; del partido salió ilesa.
Y así entramos en harina. Por cierto, no vas a ver 101 dálmatas si lo que te «pone» es contemplar cómo Cruella de Ville despelleja a Pongo, Perdita y a toda su prole. Serías un psicópata o un imbécil. Por eso es difícil comprender a los tarugos que recorren más de mil kilómetros en uno o dos días para ver la final de Copa sin otro propósito que formar parte del rebaño de los que pitan el himno español. Al menos el partido mereció la pena, después de tantas y tan dispares peripecias. Más allá del gamberrismo, la estulticia y la mala educación de quienes deberían peregrinar a Waterloo en lugar de a Sevilla, lo trascendental es que el Barcelona venció al Madrid, que llevaba toda la temporada sin encontrarse y en la final resucitó. Superado el sainete de la víspera, con el corazón del balón encogido por si el Real además de no cenar tampoco jugaba, la pelota echó a rodar, el colectivo arbitral cruzó los dedos y se encomendó al patrón del pito para que De Burgos Bengoechea, «Ritxi», acertara en cada decisión y González Fuertes, desde el VAR, no metiese la pata como el viernes. Pasaron la prueba del algodón. Entonces apareció Pedri.
Menudo como Iniesta y Xavi, artista como ellos y más versátil que su paisano Valerón, con Pedri el fútbol se sublima en ese espacio de tres dimensiones: profundidad, anchura y altura. Es una suerte que el Barça y la Selección lo compartan, porque es magnífica noticia para el seguidor culé y el aficionado español. Ya sus números ante el buen Mallorca ratiNicaron su labor en el campo. Valga la comparación con el lema de la RAE: limpia –18 balones recuperados–, brilla –generó seis ocasiones de gol– y da esplendor –por encima de la victoria, once paradas de Leo Román–. El Barcelona ensamblado por Flick, que no sólo vive de la precocidad de Lamine y los goles de Raphinha y Lewandowski, ausente por lesión, al compás del canario lidera la Liga, aspira a la Champions y le gana la Copa al Madrid con el primer gol del ilustrísimo señor… Pedri.
«Cuando ves a Pedri, lo analizas y disfrutas viendo la tele. Pero luego lo tienes enfrente y quieres que pare. Hacía mucho tiempo que no veía a un centrocampista así», confesaba Joseba Arrasate. Tan delgado que parece que se va a quebrar, todo fibra y clarividencia, doce veces esta temporada MVP de la Liga, obedece a la consideración de futbolista excepcional, aunque no siempre sea el mejor de su equipo. Maestro en el arte de amagar, me voy por la izquierda después de un amago por la derecha, desafía al atribulado adversario, a este Madrid que ha encajado una docena de goles en tres partidos con el Barça, pero que no está muerto en la Liga. Seguro. Y reta a esa ley de la selva que prima en política, donde el amago sólo es una amenaza pueril que empieza con un me voy y termina con un me quedo.
La aparente delicadeza de Pedri choca con la fragilidad aludida por Álvaro Pombo al recoger el Cervantes: «Ahora nadie se bate en duelo por honor, ni por el honor de España ni por el del Tato. Nos hemos convertido en influencers y mercachifles». Pero nos queda el fútbol, esta final que Mbappé equilibró entrando desde el banquillo; el fútbol de Pedri que enmascara a los (y las) trujamanes que han dejado sin balas a la Guardia Civil a costa de mantener la poltrona y la soldada, y de abonar una multa millonaria por incumplimiento de contrato. En Reino Unido, la canciller de Hacienda Rachel Reeves anunció el mes pasado un aumento de 2.600 millones de gasto en Defensa y confesó que, por esa razón, más de tres millones de familias sufrirían un recorte de 2.000 euros en los subsidios y 50.000 niños serán más pobres a causa de los recortes. En España el dinero cae del cielo y el fútbol, necesario chusco de pan, disimula el hambre.