Dentro del gran ritual de una semana religiosa, trágica y espectacular, se observan nuevas tendencias en nuestros jóvenes, que podríamos resumir en algo así como la decadencia del nihilismo reinante. Como ya adelantaba la revista UnHerd en un artículo que ha circulado bastante, «a medida que se acumulan las quejas sobre el estancamiento cultural y la pérdida de sentido, los jóvenes emprenden una renovada búsqueda de cosas más elevadas». Lo interesante es que estas tendencias coinciden, en España, con la posibilidad de que estos jóvenes depositen su voto a la vez que practican una teología de palomas blancas.
En Semana Santa, los periódicos dan datos religiosos y mencionan curiosidades para cumplir con las fechas sin perder la dignidad laica. En todo caso, la cifra es alucinante, más de la mitad de la población española aún se define como católica, pero actualmente solo uno de cada cinco matrimonios se celebra por la iglesia y la cifra de divorcios sigue siendo elevadísima. Aun así, entre curiosos y creyentes, la celebración de procesiones, oficios y diversos actos alrededor de la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor sigue teniendo su público, son 23 millones de creyentes este año, en plenísimo y anacrónico siglo XXI.
Se documenta un patrón similar de resurgimiento cristiano en todo Occidente, especialmente entre los jóvenes, dice el artículo de Unherd. Se trata de un giro generalizado de la juventud hacia la espiritualidad y la búsqueda de significados y respuestas. La comodidad agnóstica se ha convertido en un lujo inasequible e insatisfactorio. Y esto no se da ni en los grandes ricos de la tierra, que están ahora mismo de esquí en las últimas nevadas del año, ni en el boomer cualquiera, que ha bajado a lavar el coche al garaje como todos los sábados.
Esta especie de crisis y vuelta a las esencias me recuerda a Serotonina, donde el antihéroe, M. Houellebecq, expone la vida de un hombre cuya existencia está vacía de significado y propósito. Es un cincuentón que, en medio del tedio de pastillas, mecanicidad y monotonía, avanza lentamente hacia el final sin amor, sin sentido, sin pasión y con una gran nostalgia. Justo antes de suicidarse, en la última página, se confiesa con el lector:
–«Yo podría haber hecho feliz a una mujer (…) Todo estaba claro, sumamente claro, desde el principio; pero no lo tuvimos en cuenta. ¿Cedimos a ilusiones de libertad individual, de vida abierta, de posibilidades infinitas? Es posible, eran ideas propias del espíritu de la época, no las formalizábamos, nos faltaban las ganas, nos conformábamos con adaptarnos a ellas, con dejar que nos destruyeran», y después dice que «en realidad, Dios se ocupa de nosotros, piensa en nosotros a cada instante y nos da instrucciones a veces muy concretas».
La lectura de este final me dejó bastante noqueada, años atrás, cuando nosotros preferíamos movernos más, cenar fuera, vivir de viaje, ver mundo, mirar cosas y aprender idiomas. Realmente somos hijos de nuestra época, con todas las expectativas e ilusiones, trampas y consignas que ella deposita en nosotros.
Claro que todas estas cosas las aprenderemos con el correr del tiempo, pero los resultados están a la vista: las reticencias de una generación a imponer cualquier tipo de moral y valores pueden resultar no en libertad, sino dar lugar a un vacío de supermercado. Ahora en el siglo XXI, cuando las tradiciones religiosas del mundo ofrecen milenios acumulados de escritura y práctica, es lógico que algunos las rescaten y opten por llenar su vacío existencial.
En todo caso, en nuestros jóvenes la crisis no es meramente ideológica, la política no puede hacer nada al respecto. Cristo era un hombre con todas las limitaciones de su tiempo y decidió cuestionar al César, pero lo que está en juego ahora es el nihilismo, el fisicalismo y el reduccionismo de la era del «todo da lo mismo». Con suerte, esta nueva generación conseguirá acabar con la apatía y el tedio, que son los grandes pecados de esta España.