España tiene un problema de delincuencia relacionado con la inmigración descontrolada. Esta sentencia resultaría de perogrullo en un bar, en un curso de criminología o en un grupo de WhatsApp. Sin embargo, todavía es disruptora, provocadora, ¿tabú?, para los medios de comunicación del sistema. La cuestión migratoria evidencia más que ninguna otra la distancia sideral que existe entre el ruido de la calle, que diría Raúl del Pozo, y el sonido del teclado en las redacciones de los periódicos, muy preocupados, por otro lado, por su descrédito y el auge de otros canales alternativos.
Existe una regla no escrita, un mandato ideológico/mediático aceptado acríticamente por la mayoría del gremio, que reza que señalar la nacionalidad (solo cuando es extranjera) de un agresor sería algo así como «dar la razón a la ultraderecha», concediendo torpemente en su argumento que si la realidad da la razón a la «ultraderecha» es que lo que se tilda de «ultraderecha» es, en términos literales, lo razonable.
Así las cosas, cuando el delincuente es extranjero, este se difumina en la masa amorfa de la -bendita- «juventud», los cuchillos cobran vida propia, y hay asesinatos que se justifican por la teórica ideología «ultra» o «islamófoba» del interfecto. Cuando el agresor es español, sabemos su edad, profesión, e incluso el supermercado en el que compraba la fruta. Hay parte de la izquierda mediática que celebra, incluso, cuando se confirma que el agresor es nacional. Y es que el único racismo que está permitido en España es el autorracismo.
Los datos publicados por THE OBJECTIVE evidencian un problema: casi el 60% de los menores de 22 años presos en cárceles españolas son extranjeros; estos han cometido la mitad de los asesinatos de mujeres registrados este año (7 de 14); ya cometen la mayor parte de los delitos relacionados con la okupación (el 52%); y acaparan el 46% de las agresiones sexuales cuando son el 12,6% de la población (esto es, que son cuatro veces más propensos a cometer este tipo de crímenes). Y eso sin abrir el melón de los nacionalizados.
Los datos no son debatibles, ideológicos ni fachas. Son solo eso: datos. La nacionalidad es un ítem criminal de primer orden que ayuda a entender muchos de los delitos violentos, y no por la nacionalidad en sí misma, mucho menos por el color de la piel o la capacidad económica, sino por la cultura. Edwin Sutherland ya señaló en 1934 que «el conflicto de culturas es el principio fundamental en la explicación de la delincuencia», y eso que en su contexto no intuía siquiera el choque entre la -decadente y débil- civilización occidental y el islamismo.
«Una prensa diligente debería abrir un debate sobre si hay culturas o no incompatibles con la nuestra»
Cuando se arguye de forma pueril que facilitar estos datos alimenta la xenofobia conviene recordar que el periodismo cuenta la verdad, y no se hace cargo de lo que esta pueda generar. Eso es competencia exclusiva de los políticos, y no es mi labor (sí la de otros) evitarles temas peliagudos. Además, el ocultamiento de estos datos genera un efecto rebote por no tratar a la gente como mayor de edad.
Una prensa diligente debería abrir un debate sobre si hay culturas o no incompatibles con la nuestra, e incluso si un Gobierno que ha hecho de la alerta feminista un negocio puede tener algún interés en importar culturas en cuya cosmovisión la mujer es poco más que un objeto a disposición del varón. Y lo podría hacer en nombre del feminismo.
Gran parte del gremio, sin embargo, ha preferido ser el hazmerreír del público antes que abordar realidades incómodas. Sucede cuando las expertas (sic) de género desfilan de manera coordinada arguyendo que el auge de las agresiones sexuales en manada está directísimamente relacionado con el porno, cuando una gran parte de agresores sexuales procede de países donde no se consume, o cuando se señala a los autores de una brutal violación grupal como «jóvenes desarraigados». Es entonces cuando el ingenio de los lectores retrata nuestras miserias.
La sorna con el tema es tal que la RAE ha tenido que salir a explicar a los despistados (o malintencionados) que «jovenlandés» es un «topónimo/gentilicio irónico para aludir a jóvenes de origen extranjero que aparecen en noticias, generalmente como (presuntos) autores de delitos, y cuya nacionalidad se obvia». Conmino a mis colegas a que corrijan esta actitud antiperiodística. Por la verdad, por las víctimas o, al menos, por evitar seguir haciendo el ridículo.