No sé si se habrá estudiado con detalle la labor que hicieron, durante la legislatura constituyente, los 41 senadores de designación real, pero dada nuestra actual situación de desguace, conviene volver a algunos de los debates de entonces para intentar entender algunas cosas. En aquel grupo, además de seis miembros del Gobierno de Suárez, había gente del mundo económico y empresarial, así como una pequeña representación intelectual, conformada sobre todo por Camilo José Cela, José Luis Sampedro, Martín de Riquer y Julián Marías. Mientras Cela y Riquer se preocuparon, con respecto a la Constitución en marcha, de cuestiones lingüísticas, Sampedro y Marías discutieron principalmente asuntos de índole teórica. Y hay uno en concreto que hoy nos incumbe especialmente.
Como cuenta en Una vida presente, sus estupendas memorias, Marías pudo leer, en su calidad de senador, el anteproyecto de Constitución redactado por la Ponencia que se había nombrado dentro de la Comisión Constitucional del Congreso y que se publicó en el Boletín Oficial de las Cortes el 5 de enero de 1978. A Marías aquel texto le pareció “un desastre sin enmienda posible” y así lo denunció en un artículo, titulado “La gran renuncia” –por il gran rifiuto de Dante– que tuvo una gran repercusión. Su principal reproche era que se había escatimado, en toda la redacción del anteproyecto, el nombre de «nación» aplicado a España, sustituido por eufemismos como «pueblo», «pueblos», «sociedad» o incluso «Estado español», la denominación inventada por el franquismo porque no sabía cómo definirse.
Al mismo tiempo, Marías objetaba que el artículo segundo hubiera quedado así: ‘La Constitución se fundamenta en la unidad de España y la solidaridad entre sus pueblos y reconoce el derecho a autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran’. A su juicio, era un disparate discriminar entre «nacionalidades» y «regiones», sobre todo porque, como demostraba con una impecable argumentación histórica, el término «nacionalidad» era un anglicismo importado de Stuart Mill y justificado aquí por una manipulación de unas reflexiones de Pi y Margall. Al parecer, tras leer su artículo, tanto Suárez como el rey Juan Carlos –algo que les honra a los dos para siempre–, llamaron a Marías para comentar el asunto. Finalmente, el artículo 2 incorporó el nombre de nación, aunque las espurias nacionalidades no pudieron evitarse.
Importa recordar que Julián Marías había sido fiel a la República hasta el último minuto, a pesar de que nunca se engañó con respecto a sus desmanes. Como cuenta también en sus memorias, en las elecciones de febrero de 1936, Ortega, su maestro, le dijo que, de todos los candidatos por Madrid, solo se quedaba con uno: Julián Besteiro, presidente del Congreso en las Cortes Constituyentes. Es muy emocionante el episodio en el que Marías cuenta cómo, al final de la guerra, siendo tan solo un soldado de veinticuatro años, se puso al servicio de Besteiro en el Consejo de Defensa de Madrid, redactando los comunicados que se publicaban en prensa y en radio, inspirados en un escrupuloso respeto a la verdad, contra la propaganda mendaz que cundía en todas partes. Después de la guerra, estando Besteiro encerrado en la prisión de Carmona y tras sufrir él mismo cárcel por la delación de un amigo, Marías siguió preocupándose por la suerte del socialista, enviándole libros a través de su mujer, Dolores. Su muerte por septicemia, en septiembre de 1940, le produjo una profunda indignación: «La muerte de aquel hombre admirable se pudo evitar; la causó una cadena de odios, cobardías, mezquindades y negligencias».
Marías nunca olvidó los errores que condujeron a la Guerra Civil, entre ellos, principalmente, la falta de respeto a la legalidad vigente. A lo largo de la República, había tenido la costumbre de ir tachando, en su ejemplar de la Constitución de 1931, los artículos que los sucesivos gobiernos habían vulnerado. Poco antes de la guerra, según contaba, ya prácticamente no le quedaba texto sin tacha. Se entiende por ello que tantos años más tarde, en su calidad de senador real, se preocupara por esas cuestiones de detalle que podían volver a envenenar la vida pública. Marías vio con claridad que tanto la reticencia a incluir el término nación para definir a España como la inclusión de las «nacionalidades históricas» para privilegiar a algunas comunidades sobre otras suponían un retroceso en la conformación de una democracia moderna, entendida como superación de la comunidad de sangre.
Si uno repasa los artículos que siguió escribiendo a lo largo de toda su vida, se comprueba cómo esa preocupación no le abandonó nunca, una alerta que hoy nos resuena con especial oportunidad y clarividencia. En 1990, por ejemplo, protestó contra la sentencia que el Tribunal Constitucional dictó a favor de Jon Idígoras y los restantes diputados de Batasuna que habían sido expulsados del Congreso por Félix Pons, entonces presidente de la cámara, al negarse a prometer la Constitución, adulterando la fórmula reglamentaria con la coletilla aquella de «por imperativo legal» que luego ha hecho fortuna entre los nacionalistas de toda laya. En un artículo titulado «TC: no salgo de mi asombro» (Abc, 25/06/90), Marías discutió, con una admirable altura filosófica, los fundamentos jurídicos de la sentencia, sobre todo la afirmación de que «el requisito del juramento o promesa es una supervivencia de otros momentos culturales y de otros sistemas jurídicos a los que era inherente el empleo de ritos como fuentes de creación de deberes jurídicos y de compromisos sobrenaturales».
Para el filósofo, si la promesa y el juramento se desacreditaban como meras supersticiones, entonces la arquitectura ética del sistema democrático en su conjunto podía llegar a vaciarse y derrumbarse: «La democracia subsiste, pero se va vaciando de contenido, de entusiasmo, de vitalidad». Al recordar que la promesa o el juramento son consustanciales a la condición humana (Nietzsche había definido al hombre como “el animal que puede prometer”, siendo la promesa, justamente, lo que nos arranca de los límites animales), Marías daba en la diana de ese punto ciego que tiene toda legitimidad constitucional y que remite a un sentido trascendente sin el cual la ley mantiene su vigencia, pero carece de significado, como en Kafka.
Finalmente, Marías terminaba advirtiendo algo que hoy resulta todavía más dramático. “Que las Cortes sean soberanas”, escribía, “no quiere decir que sean dueñas del país y puedan disponer de él a su antojo, porque esto sería una de las formas más atroces de tiranía». Y eso es exactamente lo que acaba de hacer el Tribunal Constitucional en su sentencia sobre la amnistía: reconocer que las Cortes están por encima de la propia Constitución. Si bien se mira, todos los caveats de Marías desde el anteproyecto de la Constitución hasta esa sentencia del Constitucional venían a denunciar lo mismo, la claudicación de la mayoría ante unas minorías esencialistas que negaban o al menos relativizaban el principio de isonomía, axial en cualquier democracia plena.
«Eso es exactamente lo que acaba de hacer el Tribunal Constitucional en su sentencia sobre la amnistía: reconocer que las Cortes están por encima de la propia Constitución»
Más clarividente aún nos suena hoy por ello otra tribuna del filósofo escrita unos cuantos años más tarde y titulada El artículo 155 (Abc 18/ 02/ 96). En ella, Marías objetaba la idea, entonces ya extendida, de que “las Comunidades Autónomas pueden hacer lo que les venga en gana, porque la legislación vigente impide toda intervención correctora”. A su juicio, esa convicción era motivo “de preocupación y desaliento entre los que creen que España en su conjunto tiene derechos superiores a los de sus partes integrantes y debería tener recursos legales para hacerlos valer”. Y a continuación expresaba su sorpresa de que nadie pareciera tener en cuenta un artículo de la Constitución que permitía al Estado, previa aprobación del Senado, defender el orden jurídico frente a posibles desobediencias de las Comunidades Autónomas que pudieran “dar al traste con la armoniosa vida común de todos los españoles”.
Como se ve, Marías se adelantó veinte años a lo que acabaría siendo la excepcional aplicación del artículo 155 contra el Gobierno sedicioso de Puigdemont, luego amnistiado en un vergonzoso proceso de desautorización y deslegitimación constitucional fundamentado en una obscena necesidad de compraventa de votos para una investidura. Pero más allá de la miseria de un presidente sin palabra ni principios, los cuidados de Julián Marías a lo largo de tantos años ponen de manifiesto que nuestra actual situación de postración frente a los nacionalismos es un mal de raíz tolerado y consensuado por todas las fuerzas políticas desde 1978.
El resquemor y la mala conciencia del franquismo impidieron que la concepción moderna del Estado defendida por personas como Marías –idéntica, por cierto, a la que reivindicó Ortega frente a Azaña en el debate de 1932 sobre el Estatuto de Autonomía de Cataluña– rigiera sin titubeos ni cesiones el espíritu de la Constitución, que ahora está siendo atacada por todos los flancos que en su día no se supieron cubrir. Francisco Tomás y Valiente, presidente del Constitucional que dio la razón a Batasuna, fue asesinado a tiros en su despacho por ETA en 1996. Y hoy la peste de la “singularidad” campa a sus anchas por nuestra democracia como la enésima prueba de la extorsión a la que nos someten a todos los ciudadanos de este país algunas de aquellas “nacionalidades históricas” incapaces, hoy como ayer, de comprometerse con nada que no sea su privilegio y su funesto carnaval de identidades.