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Jumilla, el islam y la falacia de la Semana Santa, por Javier Benegas

by Marko Florentino
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Hace unos días, el Ayuntamiento de Jumilla —gobernado por el Partido Popular con el apoyo decisivo del único concejal de Vox— aprobó que las instalaciones deportivas municipales sólo puedan utilizarse para eventos organizados por el propio consistorio. La medida, presentada como un asunto meramente gerencial, en realidad excluye a colectivos externos, incluidos grupos religiosos, de emplearlas para celebraciones. En la práctica, implica que en el polideportivo municipal no se podrá organizar, por ejemplo, la fiesta musulmana del sacrificio del cordero (Eid al-Adha).

La decisión, aparentemente técnica, ha generado una fuerte polémica. Se han multiplicado las acusaciones de xenofobia e islamofobia, y en redes sociales y tertulias ha prendido un argumento recurrente: “Si se prohíbe esto, también habría que prohibir la Semana Santa”. La comparación, que funciona bien como eslogan, se tambalea al examinarla. La Semana Santa no se celebra en polideportivos municipales, sino en calles y plazas; no es promovida por un grupo privado que alquila un espacio público, sino que forma parte del calendario festivo oficial y de la propia identidad cultural de muchas localidades. Equiparar ambos casos es confundir el culo con las témporas.

«El debate real no es si el Ayuntamiento de Jumilla ‘odia’ o ‘tolera’ a los musulmanes, sino cómo un Estado debe gestionar el uso de sus instalaciones»

El debate real no es si el Ayuntamiento de Jumilla “odia” o “tolera” a los musulmanes, sino cómo un Estado debe gestionar el uso de sus instalaciones, especialmente cuando se trata de actos de carácter religioso. Hay dos principios en tensión: la neutralidad institucional, que impide favorecer a una confesión frente a otra, y el reconocimiento del papel histórico y cultural de determinadas manifestaciones. No es lo mismo vetar una procesión declarada de interés turístico que decidir si un pabellón municipal debe acoger un rito que incluye el sacrificio ritual de animales por desangramiento, con implicaciones logísticas, sanitarias y legales.

La tentación de reducir todo a un eslogan moral —”prohibir es intolerancia”— es cómoda, pero manipula el debate. Si aceptamos que cualquier colectivo puede exigir el uso de instalaciones públicas para sus celebraciones, ¿estamos dispuestos a extender ese derecho a cualquier credo, por excéntrico o polémico que sea, desde la Iglesia Pastafari hasta grupos que practiquen rituales incompatibles con nuestras leyes? El problema no es la confesión concreta, sino dónde se traza la línea.

Jumilla, por sí sola, no decide la política cultural ni religiosa de España. Pero su caso refleja un dilema cada vez más frecuente: cómo compatibilizar la diversidad creciente con una base común de normas y costumbres. La respuesta no pasa por sobreactuar en defensa de una tradición ni por ceder a la idea de que toda tradición previa es sospechosa. Pasa por reconocer que la convivencia se construye también estableciendo límites claros, y explicándolos sin miedo al juicio fácil de quienes confunden la neutralidad con la autocensura.

Semana Santa ≠ Eid al-Adha

Equiparar la Semana Santa al Eid al-Adha es un ejercicio de superficialidad y oportunismo claramente falaz. No porque una tradición merezca «más derechos» que otra por su antigüedad o popularidad, sino porque su naturaleza, su impacto y su relación con el espacio público son radicalmente distintos.

En primer lugar, la Semana Santa, aunque de origen religioso, se ha secularizado en gran medida. Es patrimonio cultural, motor turístico y espectáculo estético. Quien participa lo hace por devoción, pero quien la observa puede hacerlo sin compartir ni un ápice de fe. El componente proselitista es marginal.

En segundo lugar, el Eid al-Adha no es sólo una ceremonia religiosa: su núcleo es el sacrificio ritual y desangrado de animales, un acto con consecuencias físicas y sensoriales —sangre, olores, logística— difícilmente compatible con un espacio deportivo de uso diario. No es una cuestión de gusto personal, sino de uso razonable de un bien común.

Por último, está la diferencia del escenario. Las procesiones ocupan calles, que son espacios públicos abiertos y de uso múltiple: en ellas conviven desfiles religiosos, manifestaciones políticas, cabalgatas o celebraciones laicas, como el Orgullo LGTBI. Un polideportivo municipal es un recinto específico, gestionado de forma directa por la administración, y su cesión para un acto religioso concreto implica otra escala de responsabilidad y de uso.

El problema de fondo: religión y Estado

Sin embargo, más allá de la logística, prevalece una cuestión de fondo importantísima: la diferencia estructural entre el cristianismo actual y el islam en su relación con el poder civil.

El cristianismo, al menos en su forma mayoritaria en Occidente, abandonó hace siglos la pretensión de que sus normas religiosas sean leyes civiles. Convive con el marco jurídico laico y se expresa públicamente sobre todo en el plano cultural y simbólico.

El islam no ha hecho esa separación. La sharía no se limita al ámbito espiritual: aspira a regular todos los aspectos de la vida, desde la familia y el comercio hasta la justicia penal. Allí donde alcanza masa crítica, tiende a desplazar de facto las leyes democráticas por normas religiosas, afectando derechos fundamentales como la igualdad de la mujer, la libertad sexual o la libertad de conciencia.

Esto no es una hipótesis alarmista ni islamofóbica: está documentado en barrios, suburbios y municipios europeos donde la presión cultural islámica ha alterado la convivencia, introduciendo “zonas de excepción” donde la ley común se ha vuelto inaplicable en la práctica. Y, en consecuencia, los derechos de los residentes o simplemente de los que pasan por allí han dejado de estar salvaguardados.

Hechos probados

La creciente presencia de comunidades musulmanas en Europa, impulsada por la inmigración masiva y tasas de natalidad más altas, ha generado en ciertos casos tensiones en municipios, suburbios y pueblos, donde la ley común se ve desafiada por prácticas asociadas a la sharía. Aunque no siempre se trata de una sustitución formal de la legislación, proliferan “zonas de excepción” donde normas culturales y religiosas desplazan de facto las leyes democráticas, afectando la convivencia y los derechos fundamentales.

En Francia, un informe de la Dirección General de Seguridad Interior (DGSI) de 2020 señaló que aproximadamente 150 distritos urbanos, especialmente en suburbios como los banlieues de París (Seine-Saint-Denis) y Marsella, están bajo influencia de fundamentalistas islámicos. En estas áreas, la policía tiene acceso limitado, y las comunidades operan con normas basadas en la sharía, incluyendo la recaudación de impuestos islámicos y la discriminación de género en espacios públicos. Las autoridades francesas han descrito estas zonas como “no-go” para las fuerzas del orden sin protección militar.

En Bélgica, barrios como Molenbeek en Bruselas han sido señalados como enclaves donde el islamismo radical ha ganado terreno. Este suburbio, conocido por su alta población inmigrante, ha sido vinculado a actividades terroristas, con mezquitas financiadas por países del Golfo que promueven interpretaciones estrictas del islam. Las prácticas de sharía, como la segregación por género y la presión para cumplir normas religiosas, han colapsado las leyes belgas.

En Alemania, el barrio de Neukölln en Berlín es un ejemplo de “sociedad paralela”. Según el Instituto Hoover, en áreas con alta población musulmana, como esta, se han desarrollado estructuras culturales que rechazan la integración en la Leitkultur (cultura dominante) alemana. En 2024, manifestaciones en Hamburgo pidieron abiertamente un califato, mostrando una preferencia por normas islámicas sobre las leyes democráticas. Los servicios de inteligencia alemanes estiman que más de 27.000 islamistas radicales operan en el país, muchos en comunidades cerradas donde la sharía regula aspectos cotidianos.

En Suecia, suburbios como Rinkeby y Tensta en Estocolmo han sido descritos como áreas donde la influencia islámica ha creado estados paralelos. Según el Pew Research Center, la población musulmana en Suecia, que representa cerca del 8% del total, ha contribuido a tensiones culturales en estas zonas, donde prácticas como la poligamia y el rechazo a la educación laica desafían las leyes suecas.

En Reino Unido, ciertos barrios de Birmingham y Londres, como Tower Hamlets, han visto un aumento de prácticas asociadas a la sharía, incluyendo tribunales informales que resuelven disputas familiares según la ley islámica. Las celebraciones masivas del Eid, que atraen hasta 140.000 personas en Birmingham, reflejan una creciente influencia cultural, pero también han generado preocupaciones sobre la integración, con líderes comunitarios promoviendo la separación de la cultura occidental.

Estos casos no implican una sustitución total de la ley común por la sharía, pero sí muestran cómo la presión cultural derivada de la inmigración masiva musulmana ha generado enclaves donde las normas islámicas predominan informalmente, desafiando los principios de igualdad, laicidad y cohesión social en Europa.

El choque de derechos

En democracia, la libertad de culto y la no discriminación por creencias son principios esenciales. Pero también lo es la obligación del Estado de preservar un orden jurídico igualitario y no subordinado a ninguna confesión.

Cuando una religión no acepta la separación entre fe y ley civil, su presencia no plantea sólo un desafío cultural, sino normativo y político. Y aquí aparece el dilema: ¿debe un Estado liberal aplicar idéntico tratamiento a religiones que respetan sus reglas y a religiones que, por doctrina, aspiran a conculcarlas y sustituirlas? Evitar la pregunta por miedo a la corrección política no la resuelve; solo la pospone, y a menudo a costa de las libertades que se dice proteger.

Resulta llamativa la sensibilidad de buena parte de la izquierda ante cualquier limitación al islam, mientras en otros ámbitos, como universidades o centros culturales, impone vetos ideológicos y margina voces, recurriendo incluso a la intimidación y la violencia. El caso de Jumilla puede servir al PSOE para sacar del primer plano informativo su galopante corrupción, recuperar la iniciativa e imponer su relato agitando la bandera de la diversidad, pero eso no elimina el problema de fondo. Problema que, además, crece cada día, según la inmigración musulmana gana peso demográfico.

Decir que lo de jumilla es dar munición al PSOE, es coger el rábano por las hojas. Si crees que es así, tienes dos opciones para evitarlo: la primera, asumir el debate, en vez de silenciarlo, y normalizarlo para que deje de ser una inoportuna “rareza” instrumentalizada por la corrección política de la izquierda. La segunda, seguir mirando para otro lado hasta que el problema de fondo, que es muy real, estalle.

Tolerar la intolerancia es suicida. Una democracia que asume en su Constitución derechos fundamentales y se compromete a salvaguardarlos no puede, en nombre de la tolerancia, facilitar la expansión de una doctrina intolerante con sus fundamentos. Y si este principio es incómodo de aplicar, es precisamente porque obliga a significarse, abandonar el refugio fácil del buenismo y enfrentarse a la cruda realidad.



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