No podemos renunciar a ciertos principios que, en debida reflexión, no admiten contestación posible, aunque seamos al tiempo conscientes de que su puesta en práctica es harto difícil, cuando no imposible, dadas las condiciones de nuestro mundo. Algunos filósofos políticos distinguen por ello entre nuestras obligaciones de acuerdo con una teoría ideal, de aquello que debemos hacer dadas las circunstancias no ideales.
Viene la parrafada anterior a cuenta de Jumilla, aunque me interesa detenerme particularmente en uno de los aspectos y posibles justificaciones esgrimidas en favor de la burda moción promovida por Vox y PP, esto es, en la matanza pública sin aturdimiento previo de numerosas ovejas, cabras, terneras o vacas que acontece durante el rito mediante el que se rememora la disposición de Abraham a sacrificar a su hijo y la «benevolencia» de Dios al permitirle trocar a Ismael por un carnero. ¿Debería prohibirse? ¿En todo el territorio español?
Recordaba con pertinencia Josu de Miguel en días pasados, que la prohibición de ceder espacios públicos al rezo musulmán bien pudiera tener un asidero constitucional en los nutrientes que el Tribunal Constitucional viene aportando al principio de igualdad cuando se trata de impedir que persistan seculares segregaciones entre hombres y mujeres en fiestas o tradiciones diversas que cuentan con indudable arraigo popular en España; si las mujeres deben poder desfilar como soldados además de cantineras en el Alarde de Hondarribia, las mujeres musulmanas deberían también poder rezar junto a los varones en la fiesta del cordero u otros eventos similares y en caso contrario recluir tales ritos al espacio privado. Un principio defendible, pero que dudo estemos en condiciones de extender a las misas católicas oficiadas solo por varones en plazas, polideportivos y estadios de titularidad pública.
Imagino que algo así como «los menores no deben sufrir afectaciones en su integridad corporal sin consentimiento y no amparadas por razones médicas y máxime cuando de los órganos genitales hablamos» es lo que anda detrás del repudio y sanción penal a la mutilación genital femenina. ¿Extendemos el principio a los varones circuncidados por dictado de los preceptos y exigencias de las religiones judía y musulmana?
También oportunamente recordaba otro ilustre constitucionalista, Víctor Vázquez, el precedente del caso Church of the Lukumi Babalu Aye, Inc. v. Hialeah, 508 U.S. 520 (1993) mediante el que la Corte Suprema de los Estados Unidos declaró la inconstitucionalidad de una ordenanza de la ciudad de Hialeah (Florida) que prohibía el sacrificio ritual de animales, una práctica característica de la Santería. La norma, de acuerdo con la Corte, tenía como objetivo, bajo una neutralidad solo aparente – evitar la crueldad contra los animales- el de impedir la libertad religiosa careciendo el poder público de razones perentorias para hacerlo. Y es que la normativa municipal, apresuradamente dictada cuando se conoció la pronta construcción de una instalación para el culto santero, impedía el sacrificio causando crueldad innecesaria a los animales cuando el objetivo primario no era el del consumo humano. Casualmente, o quizá no tan causalmente, formas semejantes de matar a los animales por razones religiosas sí se permiten, pues esos animales sí se destinan a la alimentación: se trata de las exigencias derivadas de los dogmas de las religiones musulmana y judía. He ahí la falta de neutralidad.
Pues bien, precisamente si lo que animaba al PP y a Vox era la promoción del bienestar de esos corderos, o de los animales en general, es decir, impedir una actividad que excepciona la regla general del aturdimiento previo al sacrificio de los animales destinados al consumo humano, el expediente era mucho más sencillo: incorporar al derecho español la doctrina fijada por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en el caso Executief van de Moslims van België and Others v. Belgium decidido en febrero de 2024 en el sentido de considerar que las normas dictadas en Bélgica mediante las que se retiraba la excepción por razones religiosas al aturdimiento previo, ni eran discriminatorias ni constituían un ataque a la libertad religiosa; entre otras razones porque los musulmanes y judíos podrán seguir disponiendo de la carne kosher o halal que se produzca en otros países y se comercialice en Bélgica (o para el caso en otros lugares que han seguido su estela tales como Noruega y Suecia, entre otros). ¿A que no saben cuál es uno de los países que más exporta carne halal, es decir, procedente de animales sacrificados al modo Jumilla? En efecto, lo han adivinado.
Y, por supuesto, si yo fuera el abogado del diablo (con perdón) de la comunidad musulmana o judía, dispondría no solo del recurso a los intereses, sino de la apelación a la obvia incoherencia y falta de neutralidad que supondría prohibir la fiesta del cordero, pero mantener nuestro más característico festejo en el que el sacrificio del bos taurus se hace precedido no ya del aturdimiento (¿quizá sí el de los insensibles espectadores tras muchas horas de hacer callo moral a base de influjo estético, literario y cultural?) sino del dolor y el sufrimiento sin más justificación que el del espectáculo. Imaginar a Vox tras ese empeño en aras a la neutralidad es como imaginar a Yolanda Díaz leyendo Maniac con provecho.
Por supuesto uno puede encontrar toda una pléyade de alegorías al significado profundo de ese rito, su imbricación con mitos fundacionales y su trascendencia en todos los órdenes – el toro lograría «la plenitud de su ser en la lidia», llegó a decir Enrique Tierno Galván- y puede incluso conceder que las corridas de toros y sus protagonistas logran entresacar metáforas e imágenes inspiradoras (sobre todo si uno tiene la pluma del mentado Víctor Vázquez).
Pero ¿acaso no ocurriría algo muy parecido, puestos a justificar, en esos mismos códigos profundos sobre nuestra condición humana, la fiesta que celebra que finalmente Abraham no tuviera que sacrificar al hijo? Lean al antropólogo René Girard y verán cuán inmediata y convincentemente daremos cuenta de lo importante de que se permita seguir cortando en público cientos de carótidas de cabras y ovejas hasta que esos animales mueren desangrados bajo las coordenadas de cuán profundamente fundacionales y significativos son tales ritos. De hecho, en la tesis de Girard, esos «espectáculos» son precisamente el lenitivo para atemperar la violencia mimética que caracteriza a la especie humana.
En un artículo publicado en El País allá por septiembre de 1991, Jesús Mosterín escribía: «Si el enfermo acude a la consulta con un trozo de mierda en su mejilla, conviene que el médico le recomiende que empiece por lavarse la cara». Tómese por «el enfermo» a este querido país nuestro y por «el trozo de mierda» todos esos usos – ociosos o no- que involucran enorme sufrimiento a los animales. Esta figura retórica escatológica tiene por objetivo mostrar que, aunque el enfermo – esto es, el conjunto de las injusticias que aún padecemos o infligimos- tenga padecimientos más graves que el de haberse ensuciado, nunca está de más adecentarlo antes de acometer las pruebas, análisis y tratamiento médico que corresponda para atajar el mal, o males mayores. Sobre todo, añadía Mosterín, si esa mierda encarna un valor emblemático.
El problema, a mi parecer, es que el paciente al que corresponde tratar llegue en realidad embadurnado y no sepamos ni por donde empezar. Me temo que ese es nuestro caso, aunque no poder acometer ideal o coherentemente la higiene debida no debe embotarnos la conciencia moral que se basa, claro, en principios ideales: el hecho de que olemos a mierda.