Todo empezó con una foto. Un delincuente –Carles Puigdemont, prófugo de la justicia española desde 2017– y un presunto delincuente –Santos Cerdán, secretario de Organización del PSOE, señalado por la Guardia Civil como «gestor» de hasta 620.000 euros en mordidas públicas– se reunían en Bruselas con aire de diplomáticos. Uno había violado la ley; el otro venía a comprar el perdón. Aquel día no se negociaba solo una investidura: se certificaba la rendición del Estado ante la lógica del trueque político más obsceno desde 1978. Pero lo más grave, no se sabía aún, no fue la amnistía. Lo más grave fue comprender, con el paso de los meses, que todas las cesiones no eran para gobernar, para mantener la ficción de un gobierno, sino para mantener vivo un sistema. Un sistema que parece haber estado presuntamente alimentando las barrigas de dirigentes, de sus comisionistas, y –por lo que referencian muchos medios– del partido.
Porque, al final, lo que sostenía al poder no era un proyecto de país, ni una mayoría social, ni una coalición progresista. Era algo mucho más viejo: lo que parece una maquinaria de corrupción que necesitaba mantenerse en marcha, una maquinaria que sin el poder no podía existir.
Durante años, el PSOE ha insistido en que sus pactos con partidos como Junts, ERC, Bildu o el PNV respondían a una voluntad de «diálogo», «normalización» o «convivencia». Nos dijeron que había que «pasar página», «mirar hacia adelante», «apostar por la política frente a los tribunales». Nos contaron que era por «el bien de España». Pero los hechos hablan más claro que cualquier eslogan: cada concesión no fue un paso hacia el futuro, sino un pago aplazado por un poder cada vez más caro de mantener.
Se reformó el Código Penal para borrar delitos que afectaban a los socios separatistas. Se aceptaron comisiones de investigación para hostigar a jueces. Se atropelló al Tribunal Constitucional. Se insultó al Supremo. Se indultó a condenados por sedición. Y finalmente, se amnistió al líder de la rebelión, justo cuando el PSOE necesitaba siete votos más.
¿Era esto una apuesta progresista? ¿Una visión reformista de España? ¿Una agenda transformadora? No. Como saben, era el precio a pagar para que el PSOE siguiera en el poder. Pero el poder, como estamos viendo, no era un fin en sí mismo. Era el medio.
«Lo peor es que esa maquinaria no habría existido sin el sistema que la protegía. Las instituciones fallaron. O se dejaron fallar»
El medio para que siguiera funcionando esa red opaca que ha destapado la UCO, instrumental, de contratos públicos amañados, comisiones millonarias, testaferros, adjudicaciones bajo mano y silencio institucional. La misma red que hoy conecta al Ministerio de Transportes con comisionistas de mascarillas. Que sitúa a un portero de locales de alterne –Koldo García– como nexo entre empresas fantasma y decisiones ministeriales. Que señala a Santos Cerdán, el que era número tres del PSOE hasta hace nada y pieza clave del sanchismo, como parte de una posible operación de financiación irregular. La banda de los tres (¿más uno?) del Peugeot, como la ha bautizado medio país, no era una anécdota: era un síntoma.
Y lo peor es que esa maquinaria no habría existido sin el sistema que la protegía. Las instituciones fallaron. O se dejaron fallar. El grupo parlamentario socialista calló, callaron todos y cada uno de los diputados socialistas. Los medios públicos ocultaron. Algunos fiscales miraron a otro lado. Los nombramientos políticos desactivaron los controles. Los que tenían que vigilar se dedicaron a justificar.
Así se fue extendiendo una lógica perversa: el poder no servía para gobernar, sino para alimentar a los que estaban dentro, para perpetuar el Sistema del que ya nos alertó Albert Rivera desde la tribuna del Congreso. El Gobierno parece que se convirtió en una correa de transmisión para que nadie tocara el motor de la presunta corrupción. Cuando tocaron al número dos del Peugeot, el presidente nombró sustituto al compañero de viaje número tres, ¡vaya coincidencias tiene la vida!
Y mientras tanto, se demonizaba a la oposición. Se ridiculizaba al periodista incómodo. Se acusaba de «lawfare» a todo juez que no se alineara con el relato oficial. Se desacreditaba a la Guardia Civil. Se blanqueaba a quienes no han condenado a ETA. Se entregaba relato, presupuesto y legislación a partidos que abiertamente quieren desmantelar el Estado. Se ha ido creando una estrategia de desmantelamiento de la democracia del 78 por la puerta de atrás, sin seguir los más mínimos procedimientos democráticos, todo al golpe de decreto, de acuerdos secretos, de apetencias inconfesables.
«Nunca el Estado había cedido tanto, tan rápido y con tan poca resistencia. Nunca se había normalizado con tanta frialdad la descomposición institucional»
¿Por qué? Porque era el precio del poder. Porque sin ese apoyo, sin esa geometría parlamentaria de chantaje continuo, el Gobierno habría caído. Y con él, quizá también la red clientelar que sostenía al régimen sanchista y esa presunta tela de araña en forma de mordidas.
Por eso las cesiones eran urgentes. Por eso la amnistía fue innegociable. Porque no se trataba de reconciliación, ni de justicia transicional, ni de resolver un «conflicto político» inexistente. Se trataba de mantener vivo un poder que ya no estaba al servicio de los ciudadanos, sino al de un sistema que necesitaba seguir funcionando para protegerse a sí mismo.
La historia de la corrupción en España no empieza con Pedro Sánchez. Filesa, GAL, Gürtel, Púnica, ERE, 3%… la democracia española ha sido golpeada por todos los partidos que han tocado poder. Pero hay una diferencia crucial: nunca hasta ahora el poder se había blindado con leyes hechas a medida de los socios del chantaje. Nunca el Estado había cedido tanto, tan rápido y con tan poca resistencia. Nunca se había normalizado con tanta frialdad la descomposición institucional.
Hoy, vemos a ministros que ocultan expedientes, a secretarios de Estado que mienten en sede parlamentaria, a partidos que insultan a los jueces, al fiscal jefe que no dimite, a periodistas que son espiados y perseguidos civilmente (muchos de los valientes están en este medio en el que escribo). Vemos la impunidad crecer. Y vemos también que toda crítica es desactivada por la lógica del poder a cualquier precio.
«Sería una tragedia que este ciclo se cerrara con un simple cambio de nombres. Con otra mayoría, otro reparto, otra versión parecida de lo mismo»
Pero hay algo que no podrán controlar: el juicio de la historia. Y la responsabilidad que tienen los partidos de la oposición.
Porque sería una tragedia que este ciclo se cerrara –se atisba su final– con un simple cambio de nombres. Con otra mayoría, otro reparto, otra versión parecida de lo mismo. Si algo ha quedado claro es que España necesita una regeneración profunda, transversal, estructural. Que no puede depender de un partido, ni de una coyuntura electoral. Que va más allá del bipartidismo o del multipartidismo.
Necesitamos una higiene democrática real: reformas que garanticen la independencia judicial, la transparencia en la contratación pública, la meritocracia en la Administración, el control externo de los partidos, la despolitización de los medios públicos, la protección efectiva de denunciantes, la depuración institucional… Y, sobre todo, una cultura política basada en la verdad y en el servicio, no en el cinismo y el clientelismo. Porque sin verdad, no hay confianza. Y sin confianza, no hay democracia.
La oposición no está libre de culpa. El PP tiene sus propias mochilas. Pero si quiere ser creíble, si quiere representar una alternativa real, no puede limitarse a esperar que caiga el gobierno por desgaste. Tiene que levantar un proyecto de país basado en principios, en valores, en instituciones fuertes, en cambios que vayan más allá de su propio interés concreto, de ese tacticismo egoísta común a todos los partidos que ha contaminado la política española. Hay que comprometerse con una refundación ética de la política española.
Porque si no lo hacen ellos, lo hará la historia. Y será tarde.
Y, por cierto…
¡Viva la Guardia Civil! Y nuestros jueces.