La exposición se llama ‘Arte y transformaciones sociales en España (1885-1910)’ y tiene pinta de turrita socialista, de adoctrinamiento urtasúnico y de coñazo gramsciano, con sus marcos mentales, su contrahermonía y sus señores de mediana edad mesándose la barba para hacer la ‘revolusión’ entre cartela y cartela, entre mojito y mojito, entre llanto por el terrorismo climático y croqueta en Garibaldi. Quizá estuviera influido por la reciente visión de Monedero bailando salsa como un auténtico pringado en un mitin de Maduro, con esa crisis de los cincuenta que le ha llegado a los sesenta y ese aire como de Café Quijano cantando ‘Desde Brasil’, pero con guayabera. La cosa es que el cartel rojo ‘pulp’, ese título como de reportaje de ‘Mundo Obrero’ y una sombra plurinacional y descolonizadora que lo llenaba todo como de olor a churros habían terminado con cualquier intención que tuviera de entrar a verla.MÁS ‘huellas sonoras’ noticia Si El taxista mudéjar noticia Si La perfecta alegría noticia Si 7 de julio noticia Si Ditirambo de Jesús Nieto Jurado noticia Si Contra el veranoPero me dijo Calero que entrara. Y entré. Y ahora maldigo todos mis sesgos ideológicos, mis prejuicios pequeñoburgueses y esa tendencia centroderechista a eliminar las ‘newsletter’ sin abrirlas. La exposición es, probablemente, lo mejor que he visto en el Prado en bastantes años. Cada sala es mejor que la anterior, la museografía excelente, el comisariado brillante y la obra elegida una maravilla. Porque yo conocía ese espacio de finales del XIX y principios del XX por la literatura, principalmente por la generación del 98, pero no solo: están Galdós, Clarín, Pardo Bazán, Benavente, Echegaray o incluso Juan Ramón. Y por los cronistas, esa ‘gente nueva’ de 1900, los modernistas: Sawa, Bonafoux, Dicenta, Barrantes, Palomero, etc. Es la época de la bohemia, los cafés, el Ateneo, los salones decimonónicos y las redacciones de los periódicos con el olor a humo, plomo y hambre de la linotipia. Pero nunca había pensado en esa época desde lo visual. Me faltaban referencias. Entre Goya y Sorolla está Fortuny, que es el eslabón perdido. Pero yo me quedaba en Sorolla –muy presente en la expo–, sin integrar el principio de Picasso, a Rusiñol, a Ramón Casas, a De Regoyos, a Gutiérrez Solana y a tantos otros pintores sobresalientes de cuya existencia solo tenía referencias lejanas. Y en algún caso ni eso. Yo pienso que el primer pintor contemporáneo es Goya, que fue el primero en pintar para él, porque sí, sin encargo: solo por necesidad de expresión. Y quizá esa veta abierta –la pintura como vocación onanista y no como artesanía al servicio de una causa ‘mayor’– se consolida en este momento.Porque conocemos la literatura costumbrista y la crónica periodística que explica ese momento. Pero esta exposición, de algún modo, completa la época poniendo imágenes a un momento lleno de cambios: la religión, la enfermedad, los avances médicos, los conflictos obreros, los trabajadores del campo y del mar, la prostitución, la infancia, la emigración. Y, por supuesto, no se trata solo la temática sino, sobre todo, de su inmensa calidad artística. Tanto que me estaba poniendo nervioso y me precipitaba saltando de cuadro en cuadro y de sala en sala con esa sensación de no haber sacado al cuadro todo lo que tenía y, lo que es peor, de no haberme sacado a mí mismo toda la reflexión que habría podido, como un yonqui, como un adicto, correteando para conocer el alcance global de la experiencia y volver, satisfecho el maldito ansia, a una segunda vuelta. Y luego a una tercera. Quería comentarlo con alguien –no con alguien en abstracto sino con alguien muy concreto–, pero por motivos que no vienen al caso no fue posible. Así que comencé a comentarlo mentalmente, como hablando con un espíritu. Y me sentí tan miserable que me tuve que ir. Pero estoy deseando volver para entrar una y otra vez. Y, sobre todo, para aprender a contar una época, que es la mía, de la que tengo todas las referencias visuales, pero a la que nos toca poner palabras. Estoy enamorado hasta los huesos de mi país y de la belleza infinita de su tragedia. Y quizá solo se trate de eso.
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La belleza infinita de nuestra tragedia
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