También la izquierda alienta una teoría del reemplazo, si bien en su caso no tiene que ver con la inmigración, sino con la supuesta inexistencia de un adversario homologable. El izquierdista promedio dice anhelar, en aras de su peculiar concepción de la salubridad pública, el advenimiento de una derecha ilustrada, civilizada, moderna… Cuántas veces no lo habremos oído: «El problema no es la derecha, sino esta derecha», afirmación en la que el demostrativo, con su retintín, se empleó hasta bien entrados los noventa para denotar el presunto carácter franquista o posfranquista del magma «derecha»; o lo que es lo mismo: su ineluctable naturaleza ilegítima. Al decir del progresismo, nuestro mercado electoral carecía de una oferta de corte liberal–conservador de raigambre democrática, europea, pues su espacio natural lo venían ocupando, con algún que otro apaño cosmético, los herederos del régimen. He ahí el primer reemplazo; el escamoteo fundacional, por así decirlo, el señalamiento de una tara de origen que, ni qué decir tiene, jamás lastró a los cargos de CiU, PNV o PSOE, hombres nuevos a la manera guevariana e incluso bíblica.
La refundación emprendida por Fraga en el 89, que cristaliza en lo que da en llamarse «giro al centro», y el triunfo de Aznar en el 96, quiebran la tentativa de seguir asimilando la derecha a los rescoldos de una dictadura que empezaba a desdibujarse, a sumirse en la bruma de la historia. Se impone, así, la necesidad de actualizar el repudio, de endilgar al PP la clase de fraseología que se reserva a los apestados. Son los días en que la prensa socialdemócrata ceba su información parlamentaria con el titular «el PP se queda solo» en tal o cual votación. Una soledad del tipo «el continente aislado» que en 2000 se ve arropada por más de 10 millones de votos, y que se agudiza, en 2011, cuando Rajoy se queda a las puertas de los 11 millones. Para entonces, Zapatero, en su afán de perpetuar el estigma, había resucitado ya la guerra civil y puesto en circulación el quiasmo «derecha extrema».
«Cuántas veces no lo habremos oído: ‘El problema no es la derecha, sino esta derecha’»
Sobreviene el segundo reemplazo. Si en los ochenta, el PSOE tildaba a la derecha de anómala, de antinormativa, ahora manifiesta sin rebozo la añoranza (son palabras de ZP) de «aquella derecha democrática que tuvo un destacado papel en la Transición, contribuyó a la llegada de las libertades y se plantó con firmeza frente al golpismo». Al hilo del sectarismo zapaterista, una de las contrafiguras de que se valió el articulismo progre para apuntalar la condición irredimible del PP fue Alberto Ruiz Gallardón, mirlo blanco de quienes jamás le habrían votado, pero se veían fisiológicamente impelidos a corregir el rumbo del oponente.
Cómo no evocar los llamamientos al orden de la gente de bien. Éste de Benjamín Prado de febrero de 2008, por ejemplo, que tan bien resume el espíritu de la época: «¿Y si hubiera sido Gallardón el que debatiese con Zapatero? ¿Qué habría hecho el alcalde de Madrid si tuviera en propiedad la silla de Rajoy, en lugar de ser Rajoy el que tiene prestada la de Aznar? ¿Habría insultado? ¿Habría sacado en procesión a las víctimas del terrorismo? ¿Habría dejado en el aire alguna de sus afirmaciones el aborrecible aroma de la xenofobia? ¿Habría demostrado que para él, como para los dos protagonistas de la noche, un debate es la suma de dos monólogos. Quién sabe, pero seguro que a muchas personas, y entre ellas a numerosos votantes del Partido Popular, se les habrá ocurrido preguntárselo […]. ¿Cómo serían estas elecciones con Gallardón en el papel de la gran esperanza azul de los conservadores? ¿Regresaría el PP a la derecha desde la extrema derecha?».
Aquélla, ésa, esta derecha. En puridad, nunca hubo una que no fuera aproximadamente ultra, aproximadamente forajida o aproximadamente montaraz. Digámoslo ya: el muro lo levantaron en tiempo inmemorial quienes hoy presumen de estadistas sin tacha: a Sánchez, eso sí, le cabe el mérito de haberlo robustecido y haberlo rematado en su cresta con un rimero vidrios.