Table of Contents
En mayo de 1981, durante la investidura como presidente de la República de François Mitterrand, el júbilo de los franceses, en especial de los más jóvenes, alcanzó el paroxismo. La euforia de ese día fue equiparable a la que se desbordó en París cuando los aliados desfilaron por los Campos Elíseos para celebrar el punto final a la ocupación nazi de la Segunda Guerra Mundial.
Treinta y siete años después, la sociedad francesa celebraba extasiada el advenimiento del socialismo. Una nueva liberación, pero esta vez basada en la promesa de poner fin a los estigmas de la prosperidad y la ética del trabajo, santo y seña del feroz capitalismo. Con el ascenso de Mitterrand, el Estado se erigiría en el gran protector de los atribulados franceses ante un mundo cada vez más competitivo y cuya economía de mercado tenía a Francia de rodillas desde la crisis del petróleo de la década anterior.
El paroxismo de la esperanza
A propósito de esta euforia, Gabriel García Márquez escribió asombrado: «Por primera vez desde el mayo de gloria de 1968, el torrente incontenible de la juventud estaba en la calle, pero esta vez no se había desbordado para repudiar el poder, sino embriagado por el delirio de que una época feliz había comenzado». Sin embargo, añadió una profética advertencia: «Yo pensaba que semejante paroxismo de la esperanza era tan emocionante como peligroso».
¿Cómo haría el nuevo presidente de la República para que los franceses no se vieran sometidos por la ley del hierro de la competitividad y la productividad? Muy sencillo: incrementando el gasto del Estado y trasladando la perversa dependencia de la economía de mercado hacia una intensa y benigna dependencia de las políticas públicas. Dicho y hecho. Con Mitterrand, el gasto público de Francia escaló del 36% del producto interior bruto al 44%. Un ascenso meteórico que fue posible gracias a que Mitterrand, al día siguiente de su investidura, aprovechó el viento favorable para disolver la Asamblea Nacional, convocar elecciones y obtener la mayoría absoluta.
La presidencia de Mitterrand duró casi tres lustros, de 1981 a 1995. Pero al final de su mandato, como temió García Márquez, la euforia se había desvanecido por completo. Francia estaba sumida en el desconcierto, cuando no en una inquietante frustración. El presidente socialista había intentado cumplir su promesa. Bajo su presidencia, el Estado aumentó sus prestaciones, se redujo la duración del servicio militar obligatorio e incluso se instauró una renta mínima de inserción para salvaguardar a los desempleados sin derecho a ninguna prestación. Además, el Estado francés reforzó su presencia en la economía, en especial en los llamados sectores estratégicos, como el de la energía o las telecomunicaciones, pero también en el industrial.
De ‘La grande France’ a la pérdida de identidad
Sin embargo, con Mitterrand se iniciaría el progresivo declinar de La grande France hasta coronar en la Francia actual, crónicamente convulsa, abarrotada de descontentos, endeudada y con una profunda crisis de identidad. Cabría suponer que, vistos los resultados de los 14 años de socialismo, la política francesa, sin entrar en mayores desafíos, al menos habría intentado que el Estado soltara algo de lastre. Pero no fue así. Al contrario, desde 1995, el peso del Estado no hizo más que aumentar independientemente del signo del gobierno, alcanzando en 2022 un máximo del 58,5% del PIB. Luego, en 2023, gracias al pequeño Gran Macron, se contrajo al 57,3%. Una proeza de apenas punto y medio que ha provocado algaradas, manifestaciones y graves desórdenes públicos.
Pocos son los políticos que en la estatista Francia se atreven a señalar que el Estado es insostenible, no ya a medio o largo plazo, sino a corto. Pero, por más que esté prohibido advertirlo abiertamente, esta realidad se vuelve cada vez más inexorable. Para combatirla, es decir, para negarla, surge precisamente Francia Insumisa (LFI, por sus siglas en francés), un partido político de corte neomarxista que Wikipedia sitúa jocosamente a medio camino de la izquierda y la extrema izquierda, cuando resulta evidente que el LFI es extrema izquierda de principio a fin y además con agravantes, como el antisemitismo o la contemporización con la islamización y el progresivo establecimiento de dos jurisdicciones diferentes: la del Estado de derecho francés y la de las leyes del Corán, cada vez más presentes en suburbios y pueblos de Francia, en detrimento de los valores republicanos.
Lo que propone el LFI a los franceses no es una terapia de choque para revertir la agonía del país, sino una sobredosis letal de las ideas tóxicas, más bien creencias, que lo encaraman al abismo. Al otro lado del LFI está Reagrupación Nacional (RN, por sus siglas en francés), cuya diferencia más sustancial es su posición antagónica ante la islamización y la inmigración en general, pero que, lejos de pretender meter en cintura al Estado, también aspira a otorgarle aún más protagonismo, aunque sin llegar a los excesos del LFI.
Entremedias de estos dos extremos se sitúa el macronismo, el socialismo clásico, los socialdemócratas, republicanos y liberales, cuya suma tras las últimas elecciones a la Asamblea Nacional supera al LFI, pero no al RN. Sin embargo, tampoco este núcleo de la vieja política mira hacia el Estado con demasiado resquemor, porque, aun siendo más moderado que el LFI o el RN, mayoritariamente es esencialmente socialista.
Así, más allá de las posiciones respecto del grave problema de la inmigración y de la islamización, la gran mayoría de políticos franceses y, a lo que parece, también de los ciudadanos no está dispuesta a afrontar el otro gravísimo problema: el de un Estado francés insostenible. Ni siquiera se acepta retrasar la edad de jubilación dos años, que es con diferencia el mayor órdago de Macron (aparte de brindis al sol como prohibir el hiyab), el equivalente a administrar una aspirina a un enfermo en estado crítico.
Desmoronamiento
El drama de Francia, a pesar de su particular idiosincrasia, es similar al de otras naciones europeas, incluida España, aunque en nuestro caso, si bien la extrema izquierda, en la que se incluiría el PSOE de Pedro Sánchez, es una realidad, la extrema derecha todavía es marginal, aunque algunos vean fascismo en todas partes por la sencilla razón de que fascista es todo aquel que no apoye al actual gobierno con eufórico entusiasmo.
Europa se enfrenta a mucho más que a la inmigración masiva o la islamización, que de por sí no es poca cosa. También se enfrenta a la realidad de un mundo muy diferente en el que emergen con fuerza nuevas potencias y alianzas que, si bien en lo tecnológico y económico se aprovechan de la idea de progreso occidental, la desafían en todo lo demás. Este mundo alternativo ha identificado a Europa como el punto más débil del hegemónico orden occidental que, de la mano de los Estados Unidos, emergió al finalizar la Segunda Guerra Mundial y del que se beneficiaron especialmente los estados europeos occidentales, alumbrando gracias a él los estados de bienestar que hoy conocemos.
Pero, como digo, la situación ha cambiado de forma radical. En los últimos 70 años, Europa ha retrocedido con fuerza en todos los órdenes. En 1950, la población de los 27 países que en la actualidad conforman la Unión Europea representaba aproximadamente el 12,9 % de la población mundial; hoy en día, constituye el 5,7%. En 2070, se estima que la UE supondrá solo el 3,7% de la humanidad. En cuanto al producto interior bruto, según datos históricos, el peso del PIB de Europa Occidental en el PIB global era de aproximadamente el 26%. En 2023, según datos del Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial, el PIB del conjunto de los 27 estados de la UE representaba aproximadamente el 14% del PIB global. Respecto a la tasa de fecundidad total (TFT), en 1950, en Europa, oscilaba según países entre 2,5 y 3,5 hijos por mujer. En 2023, la TFT apenas alcanzaba los 1,5 hijos por mujer. También en lo que respecta al envejecimiento, la situación es bastante más que preocupante. En 1950, el porcentaje de europeos de 60 años o más era del 12,5%. En 2023, este porcentaje prácticamente se había duplicado, situándose en el 25%.
Desafío
Si todos estos datos los combinamos con la tendencia cada vez más proteccionista y prohibicionista que se proyecta no solo desde la UE, sino también desde los propios gobiernos de los Estados miembros, añadimos conceptos como sostenibilidad o crecimiento sostenible, pacto verde o descarbonización, y lo regamos todo con la salsa de la corrección política de una izquierda tan tiránica como infantil, comprenderemos por qué el gran éxito de Macron, evitar un gobierno de extrema derecha, significa poco o muy poco.
No es solo que los gravísimos problemas de fondo persistan en Francia y en otros países de Europa, como España, es que ni los políticos, sean moderados o extremistas, ni la mayoría de sus ciudadanos parecen dispuestos a mirar de frente a la realidad de un continente que ahora mismo no tiene futuro. Los únicos que parecen haber entendido la magnitud del desafío son los países escandinavos, pero a costa de aplicar medidas antiinmigración que, según el baremo dominante, calificarlas como de extrema derecha se quedaría bastante más que corto.
Pero la singularidad de los países nórdicos es otra historia que merece una pieza en exclusiva. La cuestión que importa en la presente es poner de relieve la necesidad de una transformación tan radical que, con los mimbres actuales, resulta inimaginable. Entretanto, felicitémonos porque en Francia el pequeño Gran Macron ha frenado a la ultraderecha. Para todo lo demás, habrá que confiar en los milagros.