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La famélica legión, por Gabriela Bustelo

by Marko Florentino
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Detengámonos unos instantes en ponderar a los heroicos políticos socialistas españoles. Al fin y al cabo, como ellos mismos nos explican, desde hace siete años nos gobiernan unos especímenes modélicos, rebosantes de virtudes ejemplares, ungidos por la invisible arpillera del servicio público. Una los imagina paseando meditabundos por los cuarteles generales del poder, sopesando su altruista empeño de cambiar nuestra injusta circunstancia, la del electorado a quien dicen querer salvar. Abnegados en su dedicación al bien común, ocultan su propia tragedia, que no halla consuelo entre los tenues canapés de caviar y las iridiscentes copas de Moët: un hambre monstruosa, que les persigue allí donde estén. Porque a esta gente les suena la tripa a todas horas. Casi podemos oír el rugido desde aquí.

No en vano son la Famélica Legión del himno oficial del movimiento obrero, la Internacional que cantó el propio Pedro Sánchez hace unos meses, al clausurar el último Congreso del PSOE. Pues bien, consideremos la estructura numérica de la hambruna existencial de los políticos de este país. Ganando sueldos medios de cien mil euros brutos al año, no piensan –ni agradecen jamás públicamente– el privilegio de que sus compatriotas les hayan confiado la responsabilidad de servir a su país, financiándoles el momio con sus propios impuestos. Para nada. Lo que piensan nada más pillar cargazo es que la miseria oficial apenas les da para llenar la nevera. Porque el hambre que les corroe las entrañas es una singularidad metabólica, un vacío genéticamente codificado que ningún arca pública, por copiosa que sea, puede remediar. No es codicia. Ni mucho menos. Es biología. Un rasgo excepcional que distingue a la casta política de nuestra patria.

Los actuales políticos en el poder, socialistas que nos han hecho el favor de trapichear votos para alzarse al poder en su batalla infatigable contra la corrupción, primero tienen que solucionar esa gazuza que les abrasa. Lo describió Miguel Hernández en su poema El hambre, publicado en 1939, al terminar la Guerra Civil. El hambre española es «el primero de los conocimientos, la primera cosa que se aprende». Y nunca jamás se olvida. Por eso debemos comprender el empeño feroz de nuestros políticos para aplacarla. ¿No lo hacen acaso por todos nosotros, no toman cada brunch y cada lunch en nuestro nombre, para que todos tengamos una vida mejor, más digna, más igualitaria? Pues claro. Sus coches de lujo son nuestros coches de lujo, sus chóferes son nuestros chóferes, sus escoltas son nuestros escoltas. Los centenares de pisos entre España y República Dominicana también son nuestros. Los trajes azul cobalto, los viajes en avión oficial, las soirées en los restaurantes de pingorote, las cenas de marisco churretoso. Todo lo suyo es nuestro. Por eso han luchado durante años. Por eso cantan La Internacional al terminar sus congresos. Son la Famélica Legión. Y lo van a demostrar.

¿Que el dinero que usan para quitarse el hambre sale de los impuestos que ellos mismos nos suben todos los meses y que les pagamos sus propios compatriotas? Esa es una pequeña anécdota de la que no se puede hacer una categoría, porque la izquierda socialista no roba jamás. ¿Qué hasta el último conserje de la Unión Europea y la última becaria de la OTAN sabe, ya que los políticos españoles son la gente más hambrienta de Occidente? Habrá, quizá, personas crueles en la Alianza Atlántica que nos llamen gorrones, jetas, parásitos y sanguijuelas. O que digan que tenemos la mano larga con lo ajeno y corta con lo propio. Pero es que no saben que los políticos españoles, y los socialistas más que ninguno, luchan para que venga el pan justo a la dentadura adecuada, que decía el poeta de Orihuela, porque una dentadura socialista es la dentadura de todos los españoles.

Este hambre indisociable del político español –llamémosle Síndrome del Hambriento Profesional– se manifiesta de maneras verdaderamente heroicas. Míralos en campaña, con los ojos muy abiertos y con esa dramática empatía cuando toman entre las suyas las manos rugosas de los trabajadores. «¡Compañero, compañera, tu compromiso es nuestro compromiso!», braman mientras notan el ronroneo del hambre en el estómago (aunque podría ser el motor del avión oficial calentándose). Hablan de política útil y de transformar la realidad mientras el hambre les chamusca las vísceras bajo el blazer radiante. Es una clase magistral de cosplay de la pobreza, interpretada en tiempo real al son del frenético crescendo de sus propios números bancarios.

«Cuando el sueldo oficial no llega para saciar la carpanta hernandiana, no queda más remedio que aceptar un sobrecito de nada»

Aprendieron de pequeños en casa, quizá sin que nadie se lo explicara verbalmente, pero les quedó claro, que ese hambre es la vida misma, que nunca se quita, que un español tiene la tripa vacía como un botijo, que forma parte de la esencia patria y que la astucia debe usarse para echarse manduca al coleto. Nos lo explicó como nadie el poeta de Orihuela: los españoles luchamos hambrientamente cuando el ansia voraz llama insistente a la puerta. Somos la cuarta economía de la Unión Europea. Vale. ¿Y qué? Somos gente de hambre. Vayamos donde vayamos. Por eso en Bruselas hay que pedir dinero. Porque tenemos ese agujero en el estómago que nos define y nos identifica.

Los políticos de izquierda tienen hambre. Y quizá dejen alguna cuenta poco clara, algún número que no cuadra del todo, pero es una propina simbólica por el déficit calórico que sufren mientras gobiernan. Cuando el sueldo oficial no llega para saciar la carpanta hernandiana, no queda más remedio que aceptar un sobrecito de nada a cambio de votar una legislación favorable o amañar un contratillo gubernamental. Minucias en la larga historia de un país siempre hambriento. ¿Y el carrito de los postres de la puerta giratoria? Tras un periodo de sacrificio en el sector público, con ese sueldo que da hambre de puro insignificante, toca deslizarse hacia puestos algo mejor remunerados como el de consejero o asesor en las mismas empresas que han regulado hace apenas unos meses. No es lucro cesante. Es pensar generosamente en solucionar esa desnutrición que nunca acaba, ese rayo estomacal que no cesa, de cara a la vejez.

Hay que entenderles. Por más sueldos que tengan, por más tejemanejes que hagan, por más trasiegos de dinero que se monten, ahí está ese hambre. Siempre ese desfallecimiento voraz. Por eso dan discursos inflamados sobre la responsabilidad fiscal de la ciudadanía, mientras sus propias cuentas bancarias podrían parecer el sueño febril de un cleptócrata. Esta grande bouffe de nuestras criaturas políticas, alimentadas por los compatriotas a los que ellas mismas devoran, suele terminar bien. Es decir, la población reconoce que nuestros líderes están alimentando a todo un país a través de sus bocas succionadoras, para solucionar la infralimentación de los pueblos oriundos, y que un sueldo público de seis cifras simplemente no basta. ¿La cárcel? No. Son la Famélica Legión. Son unos muertos de hambre. Y España será la cuarta economía de la Unión Europea, pero eso qué más da.



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