La Torre BAT, en la Gran Vía de Bilbao, fue un símbolo del poder financiero vizcaíno hasta finales de la década pasada, cuando todavía albergaba la sede del Banco Bilbao Vizcaya. Pero el centro operativo de la entidad financiera lo absorbió Madrid y hoy, en vez de banqueros, el edificio alberga una aceleradora de empresas impulsada por la Diputación Foral que presume de estar vinculada a más de un centenar de centros similares de todo el mundo y que ansía convertirse en el centro de innovación más importante del sur de Europa. La B Accelerator Tower nació con una inversión pública de 26 millones de euros y llegó a ser calificada como el “Guggenheim del emprendimiento”. Por su juventud ―fue inaugurada en 2022― nadie se atreve a hablar de ella todavía como un éxito, pero sí como otra de las apuestas de futuro que las administraciones vascas han hecho para impulsar la industria y la investigación gracias a su músculo financiero, inflado al calor de los recursos de que le dota el concierto económico.
El poder del modelo de financiación vasco, con mayor capacidad financiera de la que disponen las autonomías del régimen común, se levanta blindado por la Constitución sobre dos pilares. Por una parte, la capacidad de recaudación de todos los impuestos que se pagan en la comunidad a las diputaciones forales de Bizkaia, Álava y Gipuzkoa y que acaban engrosando también las arcas del Gobierno autonómico, que se quedó con un 70% de los 18.200 millones recaudados en 2023. Por otra, porque después se efectúa un pago al Estado por los servicios prestados en competencias no transferidas. La teoría dice que esa compensación, denominada cupo, varía en función de la negociación política con el Gobierno. Este 2024 toca pagar en torno a 1.677 millones de euros, próximo al 6,24% (lo que pesaba su aportación al PIB). “Es una fórmula de éxito porque la gente tiene claro que lo que se recauda se queda aquí, lo que ofrece una gran libertad para escoger el gasto”, destaca el economista Iñaki Fernández de Gamboa en defensa del modelo.
Y esa fórmula, dicen no pocas estadísticas, ha dado resultados. El País Vasco es, junto a Madrid, la única comunidad autónoma con una renta per capita superior a la media de la Unión Europea y la que menor porcentaje de residentes tiene en riesgo de pobreza. Su tasa de paro, del 6,3%, es la más baja de España y se aproxima al pleno empleo. Es el territorio con mayor peso de la industria en relación al PIB (la oficina estadística autonómica lo sitúa en el 24%, por encima del objetivo de la UE) y el de mayor inversión en I+D de España, con 800 euros al año por habitante, muy por encima del resto de las comunidades españolas. Y su presupuesto público está saneado: su deuda en relación al PIB es de las más bajas de España, las agencias de rating le dan mejor nota que al Estado español y solo el Gobierno vasco, sin tener en cuenta unos gobiernos forales con también una alta capacidad financiera, tiene aprobados unos Presupuestos que sitúan el gasto bruto por habitante alrededor de los 6.900 euros. Esa cifra es un 33% superior a la de Cataluña (5.190 euros). La comparación no es gratuita. El presidente de la Generalitat, Pere Aragonès, lanzó en abril su propuesta de “financiación singular”, que se mira en el modelo vasco, una suerte de sueño catalán desde que en 2012 el entonces jefe del Govern, Artur Mas, se lo demandara a Mariano Rajoy bajo el nombre de pacto fiscal antes de subirse a la ola del procés.
“Es el sistema más descentralizado del mundo en lo que se refiere a recaudación: en ninguna parte sucede que el Estado no recauda ningún impuesto dentro de un territorio”, describe Ignacio Zubiri, catedrático de Hacienda Pública y estudioso del concierto. En su opinión, “no se trata solo de dinero, sino de poder político”, porque permite modular impuestos y dictar de forma ágil políticas públicas. Una fuente del Gobierno vasco lo describe como “la clave de bóveda de nuestro modelo de gobierno y exige mucho diálogo con Madrid”, puesto que sus directrices quinquenales se pactan de forma bilateral. Los Presupuestos Generales solo hacen transferencias al País Vasco ante situaciones o fondos extraordinarios, como sucedió con la pandemia. Y el modelo, repiten sus defensores, tiene raíces que se remontan a 1878 como un castigo, de forma que las provincias vascas participaran en el presupuesto estatal como el resto, pero recaudando ellas los impuestos. El sistema se fue prorrogando y acabó abolido tras la Guerra Civil, con la excepción de Álava, a la que el franquismo la premió por ser fiel a la causa. Con la democracia, el concierto fue recuperado en 1981. Su gran ideólogo, Pedro Luis Uriarte, ha señalado que a Cataluña también se le ofreció.
“El concierto te permite apostar, con todos los riesgos que eso supone, y eso hace que el país sea próspero”, asegura Guillermo Dorronsoro, consultor en Zabala Innovation Consulting y miembro de la Comunidad del Concierto, una joven plataforma creada para dar a conocer el sistema de financiación. En su opinión, que coincide con la de otras personas consultadas, la utilización de los recursos del sistema de financiación vasco ha servido para impulsar el gasto en el Estado del bienestar a la vez que se invertía en la reconversión del modelo económico. Pedro Luis Uriarte, exconsejero vasco de Economía y uno de los padres del concierto, acostumbra a explicar que el estreno del modelo llegó en un momento difícil, con una “catastrófica” situación de la industria, un decrecimiento de la economía del 10%, un 40% de paro en la margen izquierda del Nervión y plena actividad del terrorismo. Los nuevos recursos del concierto aliviaron la tormenta y los esfuerzos permitieron que, según Uriarte, 15 años después se creara un círculo expansivo que se prolongaría hasta la gran crisis de 2008: el Gobierno ayuda a las empresas, las empresas ganan competitividad y beneficios, y acaban pagando más impuestos, que se siguen quedando en el País Vasco.
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Aquello fue un primer capítulo, a modo de cortafuegos. Después surgieron otros proyectos, como fue el museo Guggenheim, uno de los principales proyectos de remodelación y dinamización urbana de la comunidad, y una red de centros tecnológicos que ha dado mayor tracción a las empresas locales (los fondos no han servido para asegurar nuevas llegadas de multinacionales pero si para impulsar las locales). “No era fácil saber si las apuestas, como la de investigación y desarrollo que se tomó, iban a ser las correctas, pero el Gobierno vasco asumió el riesgo y ha salido bien, nos podríamos haber equivocado”, destaca Dorronsoro. La reconversión de la Torre BAT podría ser un elemento más en ese engranaje, como la empresa Basquevolt para desarrollar baterías para coches de estado sólido o la instalación en San Sebastián ―tras una inversión de 120 millones de euros públicos― del sexto superordenador cuántico del mundo de la mano de IBM.
Son apuestas que se parecen a un fondo de inversión público, en el que se ha de esperar de ocho a diez años para ver si hay resultados. “Es público y notorio que el concierto genera ventajas, por eso aquí todo el mundo está a favor, y el Gobierno vasco ha conseguido crear un clima de confianza con las empresas, esa proximidad ha surtido efecto”, señala el presidente de una gran empresa vasca, que se expresa con condición de anonimato ―numerosas empresas e instituciones han declinado atender a EL PAÍS por diferentes motivos―. Otra figura relevante consultada lo cuenta al revés: “El concierto ha servido para mejorar la vida de los vascos y esa es una de las razones de la estabilidad política, con el PNV siempre en el Gobierno con excepción de dos años”.
El abogado José María Ruiz Soroa, que nunca ha escondido su oposición al concierto por la falta de transparencia sobre la cuantía que se envía a Madrid ―“no hay datos para valorarlo, pero eso es clamar en el desierto”, dice― y, sobre todo, de solidaridad con el resto de autonomías, considera que si bien el País Vasco invierte más recursos que otras comunidades en sanidad y educación, el esfuerzo no es proporcional a la cantidad de recursos de más con los que cuenta, que basándose en otros estudios, cifra en entre 1.500 y 2.000 millones por encima de la media de las comunidades sujetas al régimen común.
Mikel Noval, responsable del gabinete de estudios del sindicato LAB, considera que sí ha habido más inversión en sanidad, pero esta empieza a caer y la situación tras la pandemia es de empobrecimiento de los servicios públicos. En 2023 se convirtió en el tercer problema de los vascos, según el Sociómetro vasco, que elabora el Ejecutivo de la comunidad. “Los niveles de gasto son superiores a la media, solo faltaría, pero cuando haces la comparación con los países de la Unión Europea teniendo en cuenta el PIB, estamos por debajo; por debajo y además bajando”, dice, para acabar resumiendo: “Ni en sanidad ni en educación estamos invirtiendo lo necesario y, en cambio, sí se ayuda a que algunos [en referencia a los empresarios] se enriquezcan más”. Soroa asegura que este hecho será uno del centrales durante la campaña, por la contestación social que el declive de la sanidad vasca ha demostrado en los últimos años. Zubiri matiza y destaca el esfuerzo que han hecho las administraciones vascas para quienes tienen menos recursos: “Tanto el Gobierno como las diputaciones han mostrado sensibilidad notable en la lucha contra la pobreza”.
Esa sensibilidad interna choca con las acusaciones de falta de solidaridad interterritorial. De hecho, la referencia que ha hecho el Gobierno catalán, subrayando que su modelo sí plantea recursos de redistribución, ha generado un notable malestar en el País Vasco, que ha respondido con silencio a la reivindicación. Hay quien defiende que la solidaridad está justamente en ese porcentaje del cupo (que incluye una parte destinada al fondo de compensación interregional), porque ese 6,24% fijado es superior al del peso real del País Vasco tanto a niveles de población (un 4,6%) como del PIB español. Esa es quizás la única estadística negativa tras años de concierto de la comunidad, que ha visto cómo pasaba de aportar un 6,75% a un 5,9%. El padre del concierto lo atribuye al daño que dejó el terrorismo, a la propia reconversión industrial, al impulso del turismo y a la construcción en el resto de España y, por último, al poder aspirador de Madrid. Cataluña, en todo caso, ansía los mimbres de ese modelo.
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