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La hora de los depredadores, por Victoria Carvajal

by Marko Florentino
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Sólo un 6,6% de la población mundial vive hoy en una democracia plena. Hace diez años ese porcentaje era del 12,5%. Son datos del Economist Intelligence Unit publicados esta semana. En 2024 1.650 millones de personas votaron a sus representantes en 70 países, pero no hay que dejarse engañar por esa intensa actividad electoral. Según el índice del EIU, la democracia en el mundo atraviesa su peor momento en dos décadas. Los derechos y libertades, el imperio de la ley, la independencia de las instituciones y la cooperación multilateral están en retroceso. Nada invita a pensar que esa tendencia se vaya a revertir. Más bien al contrario. El alineamiento de los intereses de Estados Unidos con los de Rusia a cuenta de la guerra en Ucrania ha hecho saltar por los aires los acuerdos entre las democracias liberales que han sostenido esos valores. Un nuevo orden mundial en el que los países fuertes impongan sus condiciones a los débiles intenta abrirse paso. Es la hora de los depredadores. 

Mientras una Ucrania respaldada por Europa intenta recomponer el diálogo con EEUU tras el atronador desencuentro entre Volodímir Zelenski con Donald Trump y JD Vance en la Casa Blanca la semana pasada, Rusia aprovecha el desorden mundial para sacar tajada. El país agresor, principal beneficiario de la encerrona del presidente y vicepresidentes estadounidenses al líder ucraniano, intensifica sus ataques en Ucrania y gana tiempo gracias a la cruel decisión de Washington de interrumpir toda ayuda militar y, más grave aún, tecnológica, al país agredido tras tres años de constante e incondicional apoyo. Como resultado, y contrariamente a lo que dice perseguir Trump, es muy posible que el presidente ruso, Vladimir Putin, sobre el que pesa una orden de detención internacional, tenga hoy menos motivos para lograr pronto un acuerdo de paz. 

Para sobrevivir en este nuevo desorden mundial, Europa se ha comprometido a aumentar su capacidad militar. Porque difícilmente puede perdurar el proyecto de la Unión, que pasa por la integridad de sus fronteras, si no es militarmente independiente de unos Estados Unidos que, bajo el mandato de Trump, han dejado de ser de fiar. Se acabó el dividendo de la paz. Ese que ha permitido a Europa mantener su gasto en defensa en mínimos y delegar su seguridad en los americanos. Bruselas aspira a movilizar 800.000 millones de euros, una cantidad comparable al dinero destinado al plan NextGen fruto del acuerdo sin precedentes alcanzado en 2020 para rescatar a los países afectados por el colapso económico provocado por la pandemia del covid. Esta vez, 150.000 millones de esos fondos se financiarán con la emisión de eurobonos. Una fórmula que rechazaban los países del Norte y centro de Europa, más rigurosos fiscalmente, y que prueba el firme compromiso de los 27 con su rearme. 

Puede que uno de los objetivos de Trump sea legarle a Europa la carga económica de la defensa y la reconstrucción de Ucrania para así debilitar económicamente al bloque europeo. No sólo su política arancelaria persigue ese fin, también la diplomática. Está por ver si lo consigue. Lo que sí ha logrado es unir a los 27 en su apoyo al país agredido, el segundo más grande la Europa después de Rusia, y en su determinación a convertirse en una potencia militar, una vez que EE UU ha traicionado la idea de The West and the Rest que ha dominado las relaciones transatlánticas durante 80 años. Esa que venció al totalitarismo soviético y demostró la superioridad moral (y económica) de las democracias liberales capitalistas

Pero el fortalecimiento de las capacidades militares europeas tardará en concretarse físicamente. De forma que Ucrania parece condenada a convertirse no sólo en la primera gran víctima del ensimismamiento europeo, sino también en el terreno de experimentación de ese nuevo orden mundial que las grandes potencias expansivas (y extractivas) quieren imponer. Uno en el que las naciones poderosas económica o militarmente se hacen con la riqueza de las menos fuertes. Los aranceles que Trump va a aplicar a sus socios comerciales habituales son la pata económica de la revolución que encabeza el presidente. Pero esa vuelta al proteccionismo, a la vista de las expectativas de aumento de la inflación en EE UU y las caídas de Wall Street, pueden volverse en contra del líder estadounidense.

«Esa suerte de imperialismo global que quiere instaurar Trump podría intensificar el deterioro de la democracia en el mundo»

Mientras, esa suerte de imperialismo global que quiere instaurar Trump podría intensificar el deterioro de la democracia en el mundo. Por respeto a los 77,3 millones de personas que le votaron, por querer creer que al ser su último mandato tomaría conciencia del peso de la institución y porque todos los ojos del mundo estaban puestos en él, parecía aconsejable contener los aspavientos y esperar los 100 días de rigor. Pero la obscena fruición con que ha estado firmando órdenes ejecutivas, algunas contrarias a derechos fundamentales recogidos en la Constitución americana y hoy paradas por jueces federales, y el penoso espectáculo de su hombre de los recortes, el multimillonario Elon Musk, al frente de DOGE (Departamento de Eficiencia Gubernamental en sus siglas en inglés), violando la privacidad de datos de millones de ciudadanos estadounidenses y atentando contra los derechos de cientos de miles de trabajadores públicos hacía cada vez más insoportable esa espera. 

El gran punto de inflexión ha sido el rifirrafe con Zelenski. Su falta de piedad con el líder de un país que lleva tres heroicos años conteniendo la agresión rusa, no sólo ha provocado el rechazo casi unánime de la opinión pública internacional, sino también de la estadounidense, lo que es motivo de celebración. Días antes se habían disparado las alarmas cuando EEUU votó en contra de una resolución de Naciones Unidas de condena a la invasión de Ucrania que pedía la retirada las tropas rusas en el tercer aniversario de la guerra. La potencia sobre la que hasta ahora descansaba la seguridad de Occidente exhibió ante el mundo su ruptura con los países aliados votando con Rusia, Corea del Norte e Irán. Todos conocidos amigos de las democracias liberales que hoy representan el último muro de contención frente al vigoroso avance de los regímenes autoritarios. Regímenes que han conseguido infiltrarse en esas democracias, con partidos populistas e iliberales de extrema derecha e izquierda, hoy simpatizantes simultáneos de Trump y Putin.

Si los afanes expansionistas de Rusia son premiados con la inminente normalización de sus relaciones diplomáticas con Estados Unidos, el posible levantamiento parcial de sanciones por parte de Washington y, lo más importante, la imposición a Ucrania de un acuerdo de paz que consolide sus conquistas territoriales, no sólo hay que temer por las soberanía e integridad territorial de Ucrania. También por las de los países bálticos como Lituania, Estonia y Letonia o Moldavia. Nadie está a salvo. En su primer discurso ante el Congreso estadounidense desde que llegó a la presidencia, Trump reiteró su voluntad de incorporar a Canadá como el 51 Estado, de hacerse con Groenlandia hoy bajo soberanía danesa y de controlar el canal de Panamá. 

El líder estadounidense comparte con el ruso esa visión depredadora del mundo. De respeto a los fuertes y avasallamiento de los débiles. No es de extrañar que el acuerdo de paz que quiere firmar Washington con Ucrania se llame Acuerdo por los Minerales. ¿Es su principal objetivo frenar la matanza de soldados y civiles? ¿O cobrarse la ayuda militar y humanitaria prestada por EE UU al país agredido con la explotación del 50% de las tierras raras ucranianas, esenciales para la transformación digital, las energías renovables y el armamento militar? A cambio de cero garantías en la defensa de su seguridad. Fiándolo todo a que la presencia de las empresas extractivas estadounidenses sirva para disuadir una futura agresión rusa. 

«¿Por qué Washington presiona tanto al país agredido y es tan complaciente con el agresor?»

Al presidente ucraniano no le faltan razones para recelar del acuerdo. Más allá de los injustos términos neocolonialistas que entraña la propuesta, nada asegura que Putin no se pase por el forro este nuevo tratado de paz, como hizo con los acuerdos de Minsk. Firmados en 2014 para detener los combates en la región del Donbass, no solo estos no cesaron, sino que Moscú se lanzó a invadir la totalidad del territorio en 2022. ¿Por qué confiar en Putin esta vez? ¿Por qué Washington presiona tanto al país agredido y es tan complaciente con el agresor? 

En el inminente encuentro en Arabia Saudí de Trump con Zelenski, cuya validez como interlocutor el presidente estadounidense cuestiona sin cesar, podremos comprobar si ha disminuido la hostilidad del primero hacia el segundo. Del éxito de la reunión depende que EE UU deje de exigir la celebración de elecciones en Ucrania, tal y como desea Putin con la esperanza de poner en el Gobierno de Kiev a un presidente marioneta. Ya lo intentó en 2014 y provocó la revolución del Maidán. Lo ha conseguido en Bielorusia con Lukashenko y recientemente en Georgia, pese a las masivas protestas ciudadanas, y lo sigue pretendiendo en otros tantos países de su antigua órbita de influencia. 

La afinidad de Trump con Putin se remonta a su primera administración. Como con el presidente estadounidense no es fácil distinguir si sus acciones forman parte de una estrategia a largo plazo o una táctica negociadora a corto, la UE hará bien en prepararse para lo peor. Su gran aliado desde la II Guerra Mundial, la potencia líder del mundo libre, con sus luces y sombras, está hoy en manos de un presidente con un dudoso expediente en valores democráticos. No sólo por su apoyo al asalto al Capitolio tras negarse a reconocer la victoria de Joe Biden en 2020. Trump prometió a sus votantes de que las de 2024 serían las últimas elecciones que irían a votar y, si hubiera que hacerlo, ya hay quienes abogan por su reelección en 2028 en contra del límite de dos mandatos que estable la Constitución americana. Ahora el entendimiento entre Washington y Moscú amenaza con provocar la voladura del pacto transatlántico. 

Puede que sea esta la hora de los depredadores, pero también es la de Europa. Más unida que nunca y decidida a convertirse en una potencia militar además de comercial, ¿será capaz de frenar esos afanes imperialistas y defender así la menguante democracia mundial?





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