Este abril pasé un domingo en Urueña, un recóndito pueblecito perdido por la Meseta castellana, sito en la provincia de Valladolid. Quizás se pregunten qué tiene este pueblo medieval que le hace meritorio de iniciar mi columna de este Domingo de Pascua en la edición valenciana de EL PAÍS. Yo se lo cuento: este pueblecito, además de la certidumbre, la paz y la quietud que aporta siempre Castilla en primavera (la de verdad, Madrid es otra cosa), posee la particularidad de tener doce librerías para tan solo 188 habitantes, lo que lo convierte en el municipio con más librerías per capita que conozco. Salen a una para cada 15 habitantes. Chúpate esa, Escandinavia.
Recuerdo que, al entrar en una de aquellas librerías, hubo algo que me hizo click y me ha tenido pensando hasta el día de hoy. Era una librería angosta, llena de pasillos y rincones, con miles de libros antiguos, polvo y objetos realmente interesantes, en la que costaba diferenciar qué era parte del catálogo en venta y qué formaba parte de la decoración. Entre sus libros, de temáticas tan variopintas que se hacían inabarcables, había una docena de máquinas de escribir, que empecé a observar con los ojos de un niño que acaba de descubrir algo nuevo por primera vez. Para un niño valenciano de los 90 como yo, que creció con el Babalà Club, aquellas máquinas eran auténticas reliquias. Había multitud de marcas y modelos. Debajo de ellas, los nombres de escritores que las usaron, y frases que ellos habían pronunciado sobre sus máquinas de escribir, compañeras inseparables de aventuras. Rápidamente, los nombres de escritores como Vázquez Montalbán, Anthony Burgess, Henry Miller o nuestro paisano Rafael Chirbes, despertaron mi atención, y también lo hicieron algunos de los modelos a los que estos nombres estaban asociados: la Continental de Vázquez Montalbán, la Olivetti 135 de Chirbes, la Olivetti Valentine roja de Burgess o la Underwood 5 de Henry Miller.
De pronto, me acordé de mi máquina de escribir moderna, mi maltrecho portátil Lenovo Ideapad que, a expensas de que se complete el lentísimo procedimiento del kit digital con el que nos ayudan a los autónomos, pasa junto a mí sus últimas semanas mientras agoniza. Recuerdo que lo compré en Barcelona, antes de irme a vivir unos meses a Argentina en 2019; el otro día, me puse nostálgico al recordar todas las aventuras que hemos vivido juntos: las protestas en Chile, el debate presidencial de Argentina en 2019, la primera vuelta de las elecciones en Uruguay, la pandemia, mis años al frente de la revista Mirall València, aquella charla TEDx, unas decenas de viajes, dos másteres y hasta 6 mudanzas. Y es que, para alguien que escribe, la máquina con la que lo hace — y la melodía de su tecleo— ocupa un lugar importante en su vida.
Fascinado ante aquellas máquinas y aquel pequeño trocito de historia, me vino a la cabeza una escena de Carrie Bradshaw en Sexo en Nueva York, a quien se le cae el mundo encima cuando su portátil deja de funcionar. Lo mejor es la cara de incomprensión de su pareja Aidan, que no entiende por qué es tan importante para ella y se ofrece a pagarle uno nuevo. Yo sí te entiendo, Carrie. Quizás ahí resida el quid de la cuestión. Quizás el valor de una máquina de escribir —antigua o moderna— no sea cuantificable en dinero. Quizás el valor de una máquina de escribir como mi Lenovo Ideapad pasa por los momentos en que me ha acompañado. Momentos en los que he contado el presente y, sin ser apenas conscientes, he trazado un esbozo de cómo sería el futuro; a veces, con la satisfacción de haber sido preciso y haber aportado a los demás para comprender un poco mejor el mundo en que vivimos, y otras con el consuelo de haber sido valiente para lanzarme a contar un tiempo en el que apenas existen dos certezas: que no hay apenas certezas y que estamos vivos, a pesar de todo.