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La patria, el chorizo y otras nostalgias del exilio, por Javier Rioyo

by Marko Florentino
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«Bajo la maldición de nuestro padre

los viejos fratricidas recorremos

la indiferente tierra, pregonando

el maldito linaje que nos dio el ser»

Juan Gil Albert

«Para mi la patria es el chorizo». Esa frase la podríamos imaginar dicha por algunos de los del exilio y del buen comer: Indalecio Prieto, Líster o El Campesino. También la podríamos atribuir a un viajero, vividor y cosmopolita, nunca exiliado, ni extraterrado, como fue Julio Camba. El agudo escritor y periodista Camba, de buen comer y mejor beber, fue el que aseguraba que uno puede cambiar de religión, de mujer, de nacionalidad, de ideas y hasta de sexo -esto último ni lo dijo, ni lo imaginó- pero nunca puede cambiar de gustos culinarios. La patria, además de ser la infancia, es también los sabores y gustos que se nos quedan impregnados, instalados en lo más oculto de nuestro cerebro, nuestra alma, nuestro disco duro o nuestra memoria primigenia. Cada cual que conserve el pasado dónde quiera. 

Aconsejable que no sea en uno de esos mortuorios nichos, cementerio incivil y propagandístico, estación Termini -no confundir con la de Atocha ni con otras vírgenes madrileñas- llamada «Caja de las letras». Allí tienen su entierro con responso, rezos y bendiciones otorgadas, elegidas y maniobradas desde la dirección del Instituto Cervantes, obras, papeles, cenizas y naderías varias. Así se presta servicio al exilio perpetuo de recuerdos de la nada para nadie pero con foto de familia feliz que cierra y entierra muy bien. Un día haremos escrutinio de lo que allí se está enterrando. 

No fueron esas las primeras intenciones de cuando se pensó como homenaje, juego y rescate para que algunos imprescindibles de nuestra cultura preservaran algún legado, curioso o sorprendente, que no se quería enseñar en vida y se pudiera conocer años después de la muerte. Creo que se le ocurrió a César Antonio Molina, director del Instituto en otros tiempos, con otra mirada y otras intenciones. En su gobernanza se abrieron muchos institutos Cervantes, se compraron edificios, se abrió una idea de España y fuimos capaces de exportar cultura e idioma. La ideología se quedaba en casa. Ahora no toca eso.

Ahora lo que importa es lo que diga el incontestable Albares. Un ministro, dicen en voz baja algunos de nuestros diplomáticos, que antes lo veían como Napoleón, pero ahora lo llaman, con cariño y respeto -con educación y descanso- el pequeño Robespierre. No creo que por su reinar con terror, más bien será por su espíritu incorruptible. En cualquier caso, como español y liberal, nunca le desearé un Termidor. Aunque tampoco hace falta que tengamos como prioridad en el catalán en las aulas europeas, ni la cesión de históricos palacios, que han representado a España durante décadas, a los nacionalistas vascos. Al menos, no, sin haber negociado con luz y taquígrafos. Con memoria y razón, con justicia y correspondencia. No por mantenencia a cualquier precio. No viviremos ni con terror, ni con manipulación.

Abandono el mundo angélico progresista y vuelvo al chorizo patrio. «Mi patria es el chorizo», lo decía la exiliada republicana, socialista, políglota, escritora y extraordinaria española que fue María Lejárraga. Se dejó maniobrar por amor, o quién sabe por qué razones, por su marido Martínez Sierra. María tuvo una vida plena y creativa en su patria y un exilio sin necesidades en varios países. En el final argentino recordaba con amor patriótico el chorizo. Antes, desde su dorado exilio en Niza, había escrito a su familia en España: «Ayer y hoy he pesando en España, especialmente porque encontré unas uvas buenísimas que parecían españolas». Ella, acostumbrada al champán y las ostras, a la gran vida que su marido Gregorio Martínez Sierra -que era ligero de amores, hábil en los negocios y seductor de altos vuelos- vivió añorando la patria perdida por esos pequeños placeres del gusto. Por muchas más cosas, pero Lejárraga, fue una más de esos representantes del exilio republicano que llevaron consigo el espíritu de aquella «Numancia errante».

«Cuánto nos hemos ‘educado’ con un relato muchas veces secuestrado por los más sectarios del llamado antifranquismo»

El nuevo miembro de la Academia de la Historia, el profesor Juan Francisco Fuentes Aragonés, acaba de leer su ingreso titulado: Numancia errante: La idea de España en el exilio republicano. Una necesaria mirada desmitificadora que resulta oportuna y necesaria en estos tiempos de institucionales intentos de reescribir y manipular nuestra historia que supo superar secuestros históricos y manipulaciones sectarias y que sigue resistiendo. El profesor Fuentes Aragonés hace un recorrido por pensamientos, cartas y escritos de algunas de las personalidades más significativas de nuestro exilio republicano.

Es muy interesante recorrer textos, que en su mayoría podríamos ya conocer, pero extrapolados a nuestro tiempo y nuestro país, resultan necesarios y esclarecedores de cómo y cuánto nos hemos «educado» con un relato muchas veces secuestrado por los más sectarios del llamado antifranquismo. Los «verdaderos traidores», ganaron el relato. En este discurso -ojalá vea su publicación- se puede seguir el rastro del sentimiento patriótico, nacional y español del exilio republicano. También el muy temprano arrepentimiento, del sentimiento de culpa,  la sensación de fatalidad y de la nostalgia de la vida en España antes de la guerra civil.

Transcribo unas reflexiones de Fuentes Aragonés, hablando del deseo de Azaña de un «asenso común» -nuestro consenso- para fundar algo nuevo. Parecido a lo que en la España de la Transición conseguimos hacer: «Esa rara alquimia política, capaz de trocar las viejas discordias en nuevas formas de convivencia, requería adoptar una mirada crítica sobre el pasado, repensar a fondo la idea de España y despojarla de una épica autodestructiva que parecía inseparable de su devenir histórico». Y así antes de que se concretara en la Transición, con nuestra Constitución del 78, lo supieron ver desde el exilio republicano. No todos. Pero sí la mayoría más libre y menos sometida que supo revisar el exilio buscando fórmulas de concordia y libertad. 

Sigue recordando Fuentes que también desde el interior otros, los que estuvieron en el lado ganador, hicieron lo mismo «a partir de una revisión profunda del concepto y la historia de España con resultados distintos, hasta cierto punto complementarios, de aquellos a los que llegó el mundo del exilio». Melancólico resulta recordar lo que dijeron de España Fernando de los Ríos: «La tierra santa en que nacimos». Juan Ramón Jiménez en Argentina: «Me sentí reespañol, español renacido, revivido, salido de la tierra desterrado, desenterrado… ahora soy feliz, madre mía, España, madre España, hablando o escribiendo como cuando estaba en tu regazo y en tu pecho». El socialista y sovietista arrepentido, Luis Araquistáin: «El mayor enemigo de la democracia española, un enemigo al menos igual a Franco, habéis sido vosotros los falsos socialistas y agentes de la política soviética en España». Ahora hay que cambiar lo soviético por lo progresista, lo woke y los nacionalismos no constitucionalistas que amparan este Gobierno.

«Indalecio Prieto que se quejaba, desde su exilio, ‘del áspero destierro, dónde además de hambre de justicia, tengo hambre de patria’».

Azaña, con esa tristeza del arrepentimiento y la derrota, con el reconocimiento tardío de errores, con su españolismo liberal que tuvo malas compañías, no quiso firmar aquel mensaje del exilio republicano, muy significado por los nacionalismos separatistas, que dirigido al Gobierno francés hablaba de «españoles, catalanes y vascos». No admitió que se hiciera esa admisión donde se «contraponga o se diferencie lo español de lo catalán y lo vasco». De Galicia, Andalucía, Aragón o Valencia, ni se contemplaba, por no seguir con el resto de Algeciras a Lanzarote.

El paisano de Cervantes era un afrancesado, pero muy español. Como lo fue el «Lenin español», Largo Caballero, que quiso volver vivo o muerto. O el de las seis boinas, el añorante de la comida española con cuchara de madera, el castizo y taurino Don Inda, Indalecio Prieto que se quejaba, desde su nada indigno exilio, «del áspero destierro, dónde además de hambre de justicia, tengo hambre de patria».

Hambre de patria. Hambre de chorizo. Hambre de buenos callos, esos que no le gustaron a Max Aub cuando regresó en el 1969. Madrid no era lo mismo. Ya no se decían piropos, ni había tabernas, ni entresijos, ni limpiabotas, ni gallina en pepitoria. No se enteró, no quiso enterarse, se quejó de todo y volvió a esperar la caída de Franco tomando copas con Buñuel. Dos españolazos, dos liberales nostálgicos de los tiempos en que los trabajadores llevaban blusas. Dos genios. Dos ingenios españoles que pasaron el exilio sin haber salido de su patria, no la infancia, sino aquella juventud de antes de la República. Numantinos errantes.   





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