El sanchismo, que llegó al poder prometiendo expulsar la corrupción económica de la esfera pública, no sólo la ha sublimado hasta límites insospechados, sino que la ha extendido al ámbito institucional. Si hay algo que debemos reconocerle a Pedro Sánchez es su capacidad para aportar momentos inéditos a la historia de la democracia española: conformar el primer Gobierno de coalición con un partido político abiertamente chavista con el apoyo parlamentario de nacionalistas y filoterroristas, nombrar a la que era su ministra de Justicia como fiscal general del Estado, indultar la sedición y la malversación a los líderes independentistas del procés tras asegurar que la sentencia se cumpliría en su integridad, derogar el delito de sedición y rebajar la malversación para beneficiar a sus socios catalanes, reformar los delitos contra la libertad sexual para acabar reduciendo las condenas a miles de agresores sexuales, colocar a su ministro de Justicia y a una alto cargo de Moncloa en el Constitucional, o aprobar una ley de amnistía para garantizar impunidad a sus socios independentistas a cambio del apoyo en la investidura.
Pero las aportaciones de Pedro Sánchez a la historia de la democracia constitucional no se agotan aquí: es el primer presidente del Gobierno con su esposa imputada por un presunto delito de tráfico de influencias; con su hermano imputado por presuntos delitos fiscales, malversación, prevaricación y tráfico de influencias o con su mano derecha y exministro de Transportes, José Luis Ábalos, al borde la imputación por una gigantesca trama de corrupción en la que el sobrenombre del Presidente era «El Uno». Ahora, por si todo lo anterior no fuera suficiente, también han imputado a su Fiscal General del Estado, Álvaro García Ortiz, por un presunto delito de revelación de secretos.
Efectivamente, la Sala Segunda del Tribunal Supremo, en un Auto unánime cuya ponente es Susana Polo, aprecia indicios de delito en la actuación del Fiscal General por la filtración a la prensa de los correos electrónicos dirigidos por el abogado de la pareja de Isabel Díaz Ayuso a la fiscalía. La finalidad de estos correos era explorar un posible acuerdo de conformidad por la presunta comisión de un delito fiscal que habría tenido lugar antes de comenzar su relación sentimental con la presidenta de la Comunidad de Madrid.
El Auto del Supremo no sólo documenta los elementos indiciarios que conducen a la imputación de García Ortiz por un delito muy grave dado el cargo que ostenta: revela que su actuación no obedeció a parámetros jurídicos sino absolutamente políticos, comportándose como el ministro número veintitrés del gobierno de Su Sanchidad.
En la resolución del Alto Tribunal queda patente cómo movilizó a sus subordinados en cuanto tuvo conocimiento de que Alberto González Amador no era un ciudadano cualquiera, sino la pareja sentimental de la presidenta de la Comunidad de Madrid: el fiscal Salto declaró que el 8 de marzo le llamó la Fiscal Jefa provincial y le informó que González Amador tenía un vínculo con Ayuso y le pidió copia de la denuncia. Posteriormente, el día 13 de marzo, bien entrada la noche, recibió otra llamada de la misma fiscal para que le remitiese los correos intercambiados con el letrado de la pareja de la Presidenta, a instancias del Fiscal General del Estado.
«No son sólo las implicaciones judiciales del proceder de García Ortiz las que deberían haber propiciado su dimisión, sino las políticas»
Por su parte, la Fiscal Jefa provincial declaró que el 13 de marzo, por la noche, «recibió una llamada de la Fiscalía General del Estado donde le piden los correos electrónicos intercambiados entre Julián Salto y el abogado Carlos Neira» porque «iban a desmentir una información que está circulando por las redes». Ella misma remitió los correos de Salto a García Ortiz.
Esa misma noche, la cadena SER, afín al Ejecutivo, publicaba el contenido de los correos en exclusiva. Blanco y en botella, como diría Félix Bolaños. Porque, con independencia de que se consiga o no probar que fue el Fiscal General el que filtró personalmente a los medios información sobre la que tenía obligación de guardar sigilo, el sentido común nos lleva a pensar que, con la filtración, «Alvarone» se estaba fabricando una coartada que le permitiera publicar una nota de prensa para «desmentir un bulo».
Así que no son sólo las implicaciones judiciales del proceder de García Ortiz las que deberían haber propiciado su dimisión, sino las políticas, ya que el comportamiento que esboza el Auto del Supremo revela un proceder incompatible con el cargo de máximo representante del Ministerio Fiscal, cuya misión es, no podemos olvidarlo: «promover la acción de la justicia en defensa de la legalidad, de los derechos de los ciudadanos y del interés público tutelado por la ley (…)». Y nada más acorde con el respeto a la legalidad que preservar la presunción de inocencia y el derecho defensa de cualquier ciudadano, al margen de sus relaciones afectivas con cargos políticos.
Si ya parecía inconcebible tener al frente de la fiscalía a alguien condenado por desviación de poder y declarado inidóneo para el cargo por el mismísimo CGPJ -otro hito histórico-, lo de que el ministerio público sea dirigido y manoseado por un imputado cuya actuación es injustificable- sin perjuicio del recorrido judicial del asunto-, hace que su posición sea insostenible: García Ortiz no puede ni debe tomar decisiones que afecten a la posición del Ministerio Fiscal en las múltiples causas de corrupción que asedian a este Gobierno. Los miles de profesionales honestos que integran la carrera fiscal no se merecen tanto bochorno e ignominia. Los ciudadanos españoles, tampoco.