Si alguien ahora mismo es la perfecta depositaria de una tradición del cine italiano que tiene que ver con la transformación en mito, en sagrado incluso, del fango de lo cotidiano, ésa es Alice Rohrwacher. Su cine es mítico por devolver a la narración su sentido más denso y hasta primigenio. En un mundo lleno de relatos servidos en streaming, la cineasta se impone la labor de dotar de sentido a algo tan básico como la palabra hecha cuento, el verbo convertido en acción común. Nos referimos a un cine que rescata de su singularidad a gente como Pier Paolo Pasolini, Ermanno Olmi o los hermanos Taviani. Todos ellos, neorrealistas (posneorrealistas) a su manera, se propusieron dotar de dignidad a lo supuestamente indigno, a lo invisible, y en ese gesto, a la vez político y casi suicida, fundaron cada uno un mundo.
La quimera es la cuarta película enteramente de ficción de la directora. A un lado el debut y menos conocido (Coro celeste), la primera de relevancia, El país de las maravillas, sorprendió con una delicada, voraz y lírica descripción de lo rural que igual apelaba a Fellini que a De Sica. La segunda, Lazzaro feliz, se presentaba como una especie de leyenda anónima sobre la bondad que llamaba en toda su sincera crudeza a lo más crudo del poeta romano asesinado en Ostia. Esta vez, se diría que, un paso más adentro (que no más lejos), Rohrwacher amplía la ambición sin prescindir de cada una de sus dudas, sus incertezas y hasta sus equivocaciones. El resultado es una película inestable, vibrante, única, fugaz, profundamente original y esencialmente cálida, por reconocible, por habitar en ese lugar en el que los cuentos acaban por ser la memoria de todos.
Se cuenta la historia de un grupo de amigos, o no del todo, que se dedican a expoliar los tesoros escondidos de los etruscos. En realidad, son ellos mismos descendientes (lo sepan o no) de los etruscos y lo que hacen (sabiéndolo o no) es expoliarse a sí mismos. Uno de ellos (Josh O’Connor), inglés en un universo perfectamente italiano, tiene un don (es capaz de adivinar como un zahorí donde se encuentran los tesoros) y un castigo (su amada y la razón por la que está donde está falleció). Con estos elementos, no necesariamente usuales ni a mano, la directora compone una reflexión a la vez onírica y esencialmente política antes que poética (que también), sobre las huellas que deja el pasado en la piel de la memoria.
La película discurre en varios formatos (en 35 mm, en super 16 mm y en una cámara no profesional de 16 mm) y sobre ellos, sin florituras ni falsos virtuosismos, La quimera se esponja y se abre hasta inundar la retina misma del espectador. De nuevo, un mito extraño y a la vez cercano es convocado en la pantalla en una suerte de liturgia pagana en la que el cine pugna por recobrar un espacio usurpado. De hecho,La quimera tiene algo de aquelarre, de convocatoria alucinada y algo sagrada (o muy profana) a los dioses inmortales de un arte como el cine en esencia pagano, popular y completamente ateo.
Lo que más llama la atención es, ante todo, el convencimiento. Alice Rohrwacher se niega a que uno solo de los planos deje de ser relevante. Ahora se aceleran los planos, ahora se estrecha la pantalla, ahora se oscurece todo, ahora el mundo se da la vuelta. No son fuegos de artificio ni alardes de modernidad hueca. Es pura convicción en que para construir un mito es preciso ante todo la maravilla, el destello, el aura. El último plano lo protagoniza un hilo rojo que une el subsuelo con el cielo, los vivos con los muertos, el pasado con la lejana posibilidad del futuro. Es obra maestra, claro.
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Directora: Alice Rohrwacher. Intérpretes: Josh O’Connor, Carol Duarte, Vincenzo Nemolato, Isabella Rossellini, Alba Rohrwacher. Nacionalidad: Italia. Duración: 130 minutos.