Si hubo alguna vez alguien apasionado por la vida, ese fue sin duda mi querido amigo Tomás. Pasión por la vida y alegría de vivir que en él fue una gracia, un don ¿Cabe repasar todas las cosas del mundo de las que gozó y que nos empujó a otros a disfrutar? De las carreras de coches al motociclismo, del baloncesto al fútbol pasando por la vela, del flamenco a la gastronomía, de la caza a la tauromaquia, de la literatura al arte contemporáneo… Una cosa y otra, todo a la vez con la misma finura, semejante implicación y cultivo esmerado, también con descaro. Tomás March tuvo la inmensa fortuna y la mágica capacidad de convertir en conocimiento experto hasta sus caprichos. Las expresiones “animador cultural” o “impulsor de la escena cultural valenciana”, que he visto utilizadas en alguna necrológica, tienen un tinte de industria que creo no le convienen, que no captan quién y cómo fue. Dijo Pedro G. Romero, en la reciente presentación del catálogo de su exposición Popular del IVAM, que a él, sevillano, quien le había descubierto la Semana Santa de Sevilla era Tomás March. Porque lo que caracterizaba a Tomás era su capacidad de seducción y contagio, efecto de su entusiasmo perenne, algo nómada, es verdad. No impartía doctrina, se complacía meramente en compartir con sus muchos amigos el placer de sus descubrimientos. Un hombre de gustos refinados, con un estilo vital de otro tiempo y sin embargo modernísimo, inclasificable.
Pues el tiempo para Tomás no discurría con el mismo ritmo que el del común. Pausado, sin estridencias, irónico… se daba tiempo, lo dilataba. Leía lento, reteniendo el placer de la frase bien construida. Sibarita, ante sus hallazgos culinarios paladeaba morosamente los sucesivos bocados puntuándolos con comentarios precisos sobre su deleite; nadie como él en el aprecio cadencioso del humo del cigarrillo. “Date tiempo”, decía Wittgenstein que debería ser el saludo de los filósofos y Tomás se regaló tanto tiempo cuanto pudo, ese fue un rasgo distintivo sobresaliente de su personalidad.
Compartí con Tomás libros, películas, viajes, algunos veranos inolvidables en Mallorca, las obras de los artistas que nos cautivaron, barras de bar, almuerzos a media mañana o cenas en lugares siempre de su elección que nunca me defraudaron. Ahora veo nítidamente que mi amigo me enseñó las cosas más difíciles, las que no están en los libros, las que se decantan de la experiencia de una vida vivida muy peculiar. Sí, fue editor de poesía, galerista internacional (Galería Temple, Galería Tomás March), alma junto a Salomé –su amor, su cómplice, su esposa- de aquel café fuera del tiempo de la calle Ruíz de Lihory. Malvarrosa, lugar de reunión y refugio de la bohemia local, de obligada visita para cualquier forastero que quisiera conocer las claves de esta ciudad cruel. Pero todo ello en Tomás no era sino el efecto externo, el poso de su capacidad de goce, de su generosidad y de su talante amistoso. Mientras escribo torpemente estas líneas, un vórtice de imágenes me impide continuar más meditadamente algo que estuviera a la altura de la amistad que nos unió, a la medida de su rara y benévola aura. Los dos leíamos por la noche hasta muy tarde. En ocasiones irrumpía un wasap: “¿Estás despierto?” Para mí, y tantos otros, aunque ahora duerma, siempre estará ahí, despierto.
Nicolás Sánchez Durá es catedrático emérito de Filosofía de la Universitat de València.