En la red puede encontrarse con facilidad un video que resume una conferencia impartida por Jordi Pujol en 2010, antes de su pública deshonra hoy ya expiada. En ella, el viejo padre de la patria hablaba en teoría de su relación con Néstor Luján, aquel simpático periodista y gastrónomo que acabó cegándose como tantos ante el aura caudillista del convergente. Como siempre solía hacer, sin embargo, Pujol se dedicó sobre todo a hablar de sí mismo. Y en medio de su larga e insustancial perorata, de pronto reveló algo muy significativo. Hablando de su genealogía ideológica, el todavía Muy Honorable dijo que él se había inspirado, por una parte, en la socialdemocracia y en la democracia cristiana, pero que al mismo tiempo siempre sintió un gran respeto por ¡el PSUC! ¿Por qué? Pues porque los comunistas catalanes acuñaron un lema que él terminó haciendo suyo: Catalunya és un sol poble. Y aún añadió: los comunistas también fueron los primeros en defender la idea de que los inmigrantes y el proletariado debían ser catalanizados.
El capitoste de la derecha tradicionalista catalana, nada menos, en cuyo partido pasaron a militar sin solución de continuidad la mayoría de los alcaldes franquistas, resulta que había sido catequizado en el espíritu de formación nacional, oh milagro, por los revolucionarios de un partido de extrema izquierda fundado en plena Guerra Civil. Ello explicaría lo que ya cuenta Josep Pla en El quadern gris. Hablando con su padre de su fracasado proyecto de cultivar arroz en tierras de Pals contra la oposición del marqués de Robert, el hijo le comenta:
–Vuestra lucha fue contra los carcas y la gente de derecha…
–Claro –me contesta– son los que tienen la tierra. Pero tengo la impresión de que, si la lucha se hubiera entablado contra la gente de izquierda, la situación hubiera sido la misma.
–¿De verdad?
–Naturalmente. Piensa que lo más parecido, en este país, a un hombre de izquierda es un hombre de derecha. Son iguales, intercambiables, han mamado la misma leche.
Esta conversación tuvo lugar en 1918, hace ya más de cien años. Lo mismo sostuvo Gabriel Ferrater en 1972, poco antes de suicidarse, en la entrevista que le hizo Baltasar Porcel: «Mi padre creía que era de izquierdas, pero ya te digo yo que era más de derechas que nadie». En Cataluña nunca ha habido una izquierda moderna simple y llanamente porque los intereses de la burguesía carlista son los que siempre terminan por imponerse y conformar su extraña trama cívica. Es lo que el mismo Ferrater llamaba «la máquina de tortura del catalanismo».
Esa es la razón por la que ahora Salvador Illa, que aparenta ser franciscano siendo en el fondo jesuita, ha podido ser investido presidente de la Generalitat gracias a un pacto que no solo asume sin complejos ni matices la abyecta retórica independentista, con sus pueriles falacias históricas y sus miserables tergiversaciones fácticas, sino que además se compromete a implantar la soberanía fiscal, el sueño húmedo de toda derecha plutocrática, la mismísima idea contra la que se fundó el socialismo democrático. Sería para morirse de risa si no fuera tan lesivo para el conjunto de nuestra comunidad política.
No contentos con haber liquidado el principio de isonomía gracias a la vergonzosa ley de amnistía, Sánchez e Illa se disponen ahora a destruir el equilibrio fiscal que vertebra el sistema autonómico, comprometiéndose además a extorsionar aún más a los escolares con la inmersión lingüística, que como muy bien dijo Savater hace tiempo es una forma de «robarle a los pobres». Y todo ello, como siempre, por la puerta de atrás, sin dar explicaciones en el Congreso ni convocar la Conferencia de presidentes, improvisando conceptos –federal, confederal, multifederal, tuttifederal, qué más da– sin el más mínimo rigor, haciendo gala de un cinismo que ya ni siquiera disimulan. ¿Y quiénes son por cierto los Comuns, los tontos útiles del pacto? Los herederos del PSUC, naturalmente.
«No contentos con haber liquidado el principio de isonomía gracias a la vergonzosa ley de amnistía, Sánchez e Illa se disponen ahora a destruir el equilibrio fiscal que vertebra el sistema autonómico»
Pero que nadie se llame a engaño con respecto al PSC. Desde que Raimon Obiols agachó la cabeza en 1984 ante la operación populista de Pujol tras la querella de la fiscalía por el caso Banca Catalana, los socialistas catalanes han sido la comparsa ideal del nacionalismo, los juglarcillos de la corte carlista. De Maragall a Montilla, de Joaquim Nadal a Iceta, todos los dirigentes socialistas han soñado con emular a Pujol. Pero el único que ha conseguido al fin superarlo ha sido, justo es reconocerlo, Salvador Illa, que encarna la figura arquetípica catalana de l’encarregat, Sazatornil en La escopeta nacional, para entendernos. Es el encargado que termina quedándose con el negocio de los señores, un personaje que fascinaba a Pla, que lo consideraba único y endémico de la burguesía catalana. Su pobre, urgente y desangelada sesión de investidura fue la puesta en escena de la capitulación que ha firmado con el independentismo. Mientras el Gobierno de Sánchez, el alcalde de Barcelona del PSC y la policía autonómica controlada por ERC dejaban que Puigdemont entrara escoltado en España saltándose de nuevo la ley para pronunciar un ridículo discurso y volverse a la madriguera, Illa, convertido en un nuevo Zelig, prometía ante los amos de Cataluña terminar el trabajo sucio. El flamante president culminó así el escarnio que su partido viene demostrando contra los votantes del extrarradio que con su buena fe han venido manteniendo viva la farsa de sus siglas.