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La verdadera amenaza para Europa, por Fernando Simón Yarza

by Marko Florentino
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No, el principal enemigo de Europa no es la ultraderecha. Guiada por bárbaros, Europa parece caminar hacia su propia autodestrucción. El macabro espectáculo que nos ha brindado la Asamblea Nacional francesa al consagrar, por amplísima mayoría, un derecho constitucional a matar, seguido de las amorales declaraciones de Emmanuel Macron, no ofrecen lugar a dudas. Cincuenta años de argumentos envueltos en sutil hipocresía para llegar, al fin, al cinismo más crudo y abierto.

En España, una magistrada constitucional sugirió en las Sentencias 19 y 44/2023, que deberíamos desprendernos de los sesgos religiosos y trascendentes que envuelven nuestra comprensión de la dignidad de la persona. No parecía ser muy consciente del origen del nomen dignitatis que representa la noción de persona, ni de las consecuencias que comportaría renunciar a sus raíces. Además, justamente porque pretendía dar respuesta a una pregunta religiosa, la magistrada proponía, en su voto particular, una tesis materialmente religiosa, esto es, de contenido religioso. Proponía el tránsito de una concreta respuesta religiosa —la que otorga un valor trascendente y sagrado a la vida humana— a otra respuesta religiosa —la que le niega tal valor—. Afirmar que la «secularización» requeriría desprenderse de condicionantes religiosos o trascendentes es tanto como abrazar, oficialmente, una especie de autorreferencialidad ontológica del ser humano. Es obvio que semejante visión de la dignidad humana asume premisas inmanentistas, esto es, postulados que dan una respuesta concreta, de carácter ateísta o antiteísta, a un interrogante religioso.

Con el desarrollo de la teología cristiana, el concepto de persona se acrisoló hasta alcanzar su significado común actual. Se trata de una cualidad que denota superioridad, grandeza. Concebida originariamente como un atributo social, la dignitas pasó a aplicarse al ser humano por su grandeza ontológica, y el nomen dignitatis con que se dio expresión a esa sacralidad del ser humano es, justamente, el de «persona». En griego se habla de hypostasis —lo que está debajo, en latín de persona. La definición clásica fue propuesta por Boecio en el siglo VI: «substancia individual de una naturaleza racional» (rationalis naturae individua substantia). Dado que «substancia» es un término equívoco, que podría identificarse con el de «naturaleza», Ricardo de San Víctor enmendó en el siglo XII la definición de Boecio y afirmó que no ha de calificarse a la persona como substancia. Explícitamente, reserva este nomen dignitatis al titular de la substancia, a la «existencia incomunicable de una naturaleza racional».

En la misma dirección, Tomás de Aquino declara que «el nombre ‘persona’ no se emplea para referirse a la naturaleza, sino a una cosa subsistente en esa naturaleza». Es la persona («alguien») y no una vida ni una naturaleza humana impersonal («algo»), la que recibe en la tradición clásica un tributo de dignidad y excelencia sin parangón. En palabras del Aquinate, «persona significa lo más perfecto que hay en toda la naturaleza, o sea el ser subsistente en la naturaleza racional». Ligar la personalidad a un atributo actualmente poseído de la naturaleza, v. gr., a la simple capacidad actual para albergar deseos, aspiraciones o preferencias; o al hecho de haber alcanzado un estadio concreto de desarrollo; o a haber actualizado ya las potencias racionales de nuestra naturaleza, o de conservarlas intactas; es algo ajeno a la tradición a la que justamente debemos nuestro concepto de persona. La persona no es ninguna de esas cualidades de la naturaleza humana, sino el sujeto trascendente, titular de la naturaleza en que se desarrollan.

Con no ser neutral, a la tesis desacralizadora de la magistrada subyace, a mi modo de ver, una triste verdad de fondo. En la aceptación social del aborto —según Julián Marías, «lo más grave» que aconteció en el siglo XX— y de la eutanasia late una visión materialmente religiosa. La contraposición de consecuencias que poseen las visiones religiosas aludidas, también contrapuestas, puede sintetizarse transcribiendo un diálogo entre dos conocidos filósofos occidentales. La conversación nunca se desarrolló en un espacio físico compartido, aunque no sería cierto afirmar, sin más, que es irreal. Las afirmaciones recogidas a continuación, en efecto, se corresponden con declaraciones publicadas de los pensadores en cuestión, intelectuales contemporáneos ambos, distanciados de un credo religioso:

«La persona no es ninguna de esas cualidades de la naturaleza humana, sino el sujeto trascendente, titular de la naturaleza en que se desarrollan»

Norberto Bobbio: «Me sorprende que los laicos dejen a los creyentes el privilegio y el honor de afirmar que no se debe matar».

Theodor Adorno: «Los progresistas no han sido capaces de presentar un argumento de principio contra el asesinato desde la razón».

Bobbio: «No veo qué sorpresa puede haber en el hecho de que un laico considere como válido en sentido absoluto, como un imperativo categórico, el ‘no matar’».

Adorno: «No hablo de un argumento encubierto, sino gritado a los cuatro vientos. Por la carencia de un argumento semejante, los progresistas todavía se revuelven de ira contra Sade y Nietzsche. Sin embargo, a diferencia del positivismo lógico, estos dos últimos toman la ciencia al pie de la letra».

En cierto sentido, tanto a Bobbio como a Adorno les asistía algo de razón, aunque pienso que la visión del segundo era más penetrante que la del primero:

a) Es obvio que no hace falta ser creyente para defender el valor precioso de la vida humana, prenatal o terminal. Al filósofo del Derecho italiano le dolía, no sin motivo, que la defensa incondicional del nasciturus se hubiese convertido, progresivamente, en una causa sostenida de facto por personas religiosas.

«Las consecuencias políticas de deshacernos de los fundamentos de nuestra Civilización serán terribles para nuestra sociedad»

b) Sin embargo, el inmanentismo que, por lo general, acompaña a la mentalidad abortista y eutanásica abona la tesis de que, en un nivel de profundidad mayor, la verdad está con Adorno. La «razón ilustrada» a la que parece apelar Bobbio se alimenta, nolens volens, de presupuestos religiosos. Una vez cortadas sus raíces, es posible que determinados frutos intelectuales sobrevivan por algún tiempo, pero no tardarán en secarse. Poco a poco, la verdad subyacente a la tesis de Adorno ha de ir haciéndose valer. Incluso sus propias alusiones tanto a Sade como a Nietzsche vienen a la memoria cuando la magistrada constitucional aludida nos remite, en su voto particular a la STC 19/2023, a la ‘autoridad’ de Michel Foucault —admirador tanto de Nietzsche como de Sade—.

Comprometerse con el valor intrínseco absoluto, y por lo tanto indisponible, de la vida humana, parece empujarnos a volver a nuestras raíces cristianas. Si la trascendencia se niega, la dignidad humana puede quedar reducida, a la postre, a una exacerbación de la autonomía, comprendida ilusoriamente como soberanía absoluta sobre uno mismo. Las consecuencias políticas de deshacernos de los fundamentos de nuestra Civilización serán terribles para nuestra sociedad. Hemos de tomarnos muy en serio la barbarie perpetrada en la Francia de Macron, y plantarnos con toda firmeza.





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