En una serie de extraordinarios ensayos publicados en la década de 1960, Julián Marías abordó las figuras de Jovellanos, Moratín y Valera para tratar de explicarse, entre otras cosas, el momento en que se frustró la posibilidad de crear una verdadera nación moderna que concitara el acuerdo mínimo entre todos los españoles. Los ensayos en cuestión están recopilados en un volumen titulado Ser español (1987) –que alguien debería apresurarse a reeditar– y hoy ayudan más que nunca a entender por qué, una y otra vez, lo que él llama «la vida partidista» termina siempre por arruinar la convivencia en este país.
Para Marías, el origen de nuestra inveterada incapacidad de acuerdo habría que buscarlo en la frustrada empresa de los ilustrados, con Jovellanos a la cabeza, a la hora de imponer su programa de reformas tras la invasión napoleónica. El acuerdo nacional contra la ocupación y a favor de la independencia no se tradujo, sin embargo, en un asenso sobre la renovación y puesta al día de la España antigua y la consecuente liquidación del Antiguo Régimen. La tragedia de Jovellanos y Moratín consistía en que, si abrazaban la causa de la independencia nacional, ello les obligaba a tener que colaborar con fuerzas que tan solo buscaban resistir a las innovaciones políticas y sociales, republicanas en un sentido profundo, que se habían producido en Francia. Pero si querían salvar las reformas, entonces no tenían más remedio que cooperar con los invasores, menoscabando con ello la dignidad nacional y su propia independencia.
«Es la lección», escribe Marías, «que nunca aprenden las minorías mejores: que no se puede ‘hacer el juego’ a los peores, que no hay que dimitir del propio criterio para plegarse al inferior. Solo unos cuantos hombres –Jovellanos como ejemplo– supieron mantenerse fieles a sí mismos; solo muy pocos tuvieron la decisión de afirmar lo que creían que debía afirmarse –por ejemplo, la independencia nacional– negando al mismo tiempo lo que se quería hacer pasar de matute bajo esa bandera». Harto de la Inquisición, Moratín, como sabemos, terminó por expatriarse. En Burdeos, avecindado con Goya, previendo que el absolutismo y el terror se cebarían con su país, escribió una frase desolada: «El que no puede apagar el fuego de su casa se aparta de ella».
Por otra parte, Marías analiza lo que él califica como el «espíritu de abyección» en la causa abierta contra Jovellanos a raíz de una delación instigada por el ultramontano de turno, que no soportaba al librepensador. Aunque no lo dice, no hay duda de que Marías, al comentar el caso, estaba pensando en la falsa acusación que él mismo sufrió a finales de la guerra civil por boca de un antiguo amigo historiador y que le llevó a pasar una temporada en la cárcel. Después de citar el testimonio contra Jovellanos elevado al rey por el delator, comenta el filósofo: «Tal es el comienzo de la delación. ¿No lo ha leído el lector ya, con variantes, otras muchas veces? ¿No reaparece, con los mismos giros, con idénticos epítetos, con invariables tópicos, con el mismo odio al que escribe bien, con semejante engolada suficiencia?».
Es el odio a la complejidad que desde entonces no nos ha abandonado y que en este país condena a toda persona libre de fervores absolutistas –ya sea en forma de religión, de nacionalismo o de ideología tout court– a ser un perpetuo expatriado. Jovellanos se revolvió contra la acusación, defendió su inocencia y se indignó porque se le hubiera condenado a una «muerte civil». Pero no pudo impedir que se le confinara durante siete años en el castillo de Bellver de la capital mallorquina. Como apunta Marías: «¿Hay algo más injusto y lamentable? Sí: durante esos mismos siete años España se quedó sin Jovellanos».
«A pesar de tener muy poca representación parlamentaria, los comunistas y los católicos ultramontanos arruinaron una vez más el sueño de crear una nación plenamente moderna»
Quizá por ello, para los isleños –para unos cuantos, al menos–, el castillo de planta redonda –y que por ello disuelve la rigidez militar, como lúcidamente ha observado José Carlos Llop– late siempre en Palma como un símbolo de libertad interior, de apertura que no puede ser cancelada. Marías cuenta que cuando finalmente llegó la orden de liberación, el 5 de abril de 1808, la isla se engalanó al grito de «¡Viva el señor Jovellanos! ¡Viva la inocencia! Una compañía con bandera desplegada, la música del regimiento de Suizos, voluntarios de Aragón, Borbón, Milicias y Húsares españoles, y toda la flor de la ciudad».
Pero España había perdido ya la «gravedad» y el «sosiego» que habían sido la envidia de Europa en los siglos XVI y XVII. La «extremosidad» se adueñó en el siglo XVIII del tono civil y ya no nos ha abandonado prácticamente nunca. El ensayo que Marías dedica a Juan Valera, hombre ya del XIX, es en ese sentido un homenaje a la resistencia contra el fanatismo y la «furia española». Marías comenta con detalle un estudio de Valera sobre Donoso Cortés, el autor de Ensayo sobre el catolicismo, el liberalismo y el socialismo, cuyos fundamentos teológico-políticos tanto fascinaron a Carl Schmitt, un gran pensador que al mismo tiempo era un perfecto imbécil. Donoso había arremetido en su libro contra el socialismo de Proudhon, el revolucionario socialista y anarquista, para afirmar el poder providencial del catolicismo.
Valera, en su propio estudio, trata de evadirse tanto de Donoso como de Proudhon: «La revolución incarnada en Donoso Cortés vomitó blasfemias contra la humanidad y contra los dones naturales que Dios le ha conferido. Estos dos hombres eran dignos adversarios el uno del otro: eran dos energúmenos, poseídos ambos por el demonio del orgullo. Proudhon renegaba de Dios y le dedicaba la guerra, porque no le revelaba el secreto de hacer felices a los hombres. Donoso Cortés renegaba de la humanidad entera, porque no aceptaba la soberanía de su inteligencia y el yugo de sus opiniones: negaba la inteligencia de los demás porque no reconocían la infalibilidad de la suya».
En sus espléndidas memorias, Una vida presente (1988), Marías cuenta con detalle cómo los herederos tanto de Proudhon como de Donoso Cortés odiaron sistemática y minuciosamente a su maestro José Ortega y Gasset. A pesar de tener muy poca representación parlamentaria, los comunistas y los católicos ultramontanos arruinaron una vez más el sueño de crear una nación plenamente moderna. La línea que va de Jovellanos a Moratín, Valera, Ortega y el propio Marías se confirma como la más luminosa que cívicamente ha dado este país. Y ahora que nuestra inveterada furia parece haber prendido de nuevo no solo aquí sino en todo el mundo, consuela volver a esos ejemplos para recordar, como dice bellamente Marías, que «las noches históricas, las noches de este mundo, pueden durar más que el hombre; pero este, cantando aprisa, como los gallos del Poema del Cid, puede quebrar albores».