En las corales de los antiguos monasterios existía un momento crítico para los niños que las formaban: el primer gallo, ese sonido venido de no se sabe dónde y que como todo inicio de metamorfosis, carecía de identidad propia. Un grave peligro se agazapaba tras él: la expulsión de la coral. O lo que es lo mismo: la expulsión del monasterio, hatillo al hombro. Así se perdían manutención, techo y la seguridad del amparo eclesial. El adolescente se enfrentaba por primera vez a sí mismo.
Lo cuenta muy bien Pascal Quignard –que además de escritor es músico– al comienzo de su novela Todas las mañanas del mundo. En ella, el niño expulsado con el drama del cambio de voz a cuestas acude al maestro Sainte-Colombe, que toca la viola de gamba bajo una morera y a través de la música habla con su mujer muerta, que todas las noches se le aparece y consuela. Aquel adolescente sin tierra acude al músico jansenista maravillado por lo que ha oído de él y con él aprende la técnica, pero no el sentimiento de Sainte-Colombe, ni su pureza jansenista. No sabe hacerlo, no los necesita y el mundo tampoco: eso le basta para triunfar en la corte –o sea, la esencia del mundo–, convirtiéndose en el afamado Marin Marais. Porque una cosa es el arte y otra la fama y no es cierto que una sea consecuencia del otro.
Los jansenistas llamaban a los hechos de la vida mundana «ruido de moscas» y vivimos un tiempo donde las moscas, más que ruido, lo que hacen es un estruendo monumental del que es difícil evadirse o escapar. Es conveniente para nuestra supervivencia, circular con una pala matamoscas y encomendarse a san Narciso, que liberó a Gerona de una insoportable plaga de estos dípteros tan sucios como zumbones. Aunque hoy en día uno ya no sepa si el zumbido procede de un moscón o de un dron que sobrevuela la casa, que esa es otra. Pero me estoy perdiendo en la digresión, porque aquí lo importante es la voz.
Respecto a la propia voz hay un shock del que uno nunca se recupera del todo: cuando la escucha por vez primera. Cuando la escucha, grabada, como si fuera otro quien lo hiciera. Es muy difícil reconocerse en ese sonido que poco tiene que ver con el que resuena en nuestros oídos cuando hablamos. Un sonido, el de nuestra voz, que nos acompaña –que nos hace compañía– hasta que desaparecemos con él. El shock, claro, lo causa la conciencia de que es otro quien habla en nosotros, lo que daría para distintas divagaciones de carácter filosófico e instaura, de entrada, una cierta desconfianza con nosotros mismos.
«No se comprende que haya chocado tanto que el antiguo ministro de Fomento dijera que no se reconoce en esa voz»
Por eso no se comprende que haya chocado tanto que el antiguo ministro de Fomento, al oír las cintas donde habla con su compinche de andanzas y declarar ante el tribunal que instruye su causa, dijera que no se reconoce en esa voz. Que esa voz no es la suya. Será un truco de la defensa, pero nos ocurre a todos al oírla: sabemos que lo es –nuestra voz, quiero decir–, pero nos cuesta reconocernos en ella. Y ya no digamos si lo que oímos está plagado de frases y expresiones e intenciones que nunca diríamos en público. Entonces el cortocircuito debe de ser de los que hacen época y le dejan a uno turulato para los restos.
Porque nadie cree que puede ser tan malo o zafio o incómodo consigo mismo como cuando se oye cometiendo maldades, diciendo zafiedades o exponiendo intimidades en el vecindario. Pero lo de la voz es previo y quien crea que la suya es graciosa o inteligente o grata y acogedora, debería escucharse unas horas al día y se evitaría más de una metedura de pata. Antes existía el examen de conciencia; ahora, las grabaciones de la UCO.