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Las amargas victorias socialistas

by Marko Florentino
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El 12 de mayo, en Cataluña, el partido de Pedro Sánchez volverá a ganar unas elecciones. Pero, a diferencia de sus pasadas dulces derrotas, ésta se convertirá en una amarga victoria. 

El socialismo catalán lleva décadas aspirando al trono de la Generalitat. O, al menos, a compartirlo. Cuando lo consiguió, en los Tripartitos, aguantó traiciones y concesiones que abonaron el proceso independentista. El mal somni (la pesadilla) no tiene visos de acabar durante este año de elecciones anticipadas. Salvador Illa, el socialista que domina el verbo sensato y experto en no molestar a nadie, vuelve a presentarse. Ganará como en 2021 y será destronado, como entonces, en beneficio de los independentistas. Los votos que se repartan Junts y ERC serán necesarios en Cataluña pero, más importante aún, en Madrid. Allí irán los separatistas, el día después, a susurrar en la oreja de Pedro Sánchez pactos o amenazas.  

Salvo los viejos, nadie recuerda hoy el oasis catalán. Pero hay que hablar del pasado para entender el presente. «Si no quieres que vuelva, al menos estúdialo», propone Spinoza. En ese lugar paradisíaco, donde el PIB crecía incansable, reinó durante 23 años un señor bajito, católico y padre de muchos espabilados hijos, llamado Jordi Pujol. El querido líder y su familia, acusada por la justicia de «banda criminal», convenció a propios y extraños de la sensatez y eficacia de los catalanes. Sus votos son los mismos que el independentismo utiliza ahora para desgobernar Cataluña y ser imprescindible en España. A pesar de sus constantes ilegalidades, siguen siendo útiles y sintiéndose superiores.

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En aquel oasis bendecido por la geografía, el clima y la industria, los socialistas ya tenían dos almas: la catalanista (de apellidos autóctonos y burgueses) y la del cinturón rojo (de inmigrantes castellanohablantes). Estos últimos, viejos votantes del PSOE (Partido Socialista Obrero Español), no olvidaban el último adjetivo de la marca. Eran muchos, pero, curiosamente y durante décadas, se escogió a hombres de ilustres familias catalanas como candidatos a la presidencia de la Generalitat. El país, creían, no iba a aceptar un apellido «forastero». Como resultado, en las primeras autonómicas, el PSC presentó a Joan Reventós. Perdió. En las tres siguientes, a Raimon Obiols, que salió derrotado una y otra vez sin cambiar el gesto. Tampoco Joaquim Nadal, eterno alcalde de Girona, rompió el sortilegio. La derrota se aceptaba como natural. Cataluña era de Pujol y los ayuntamientos socialistas. 

La autonomía no encumbró a ningún socialdemócrata hasta que Pujol se retiró. Los gobiernos tripartitos -una extraña mezcla de socios comunistas, independentistas y socialdemócratas- no eran muy diferentes a los que ahora gobiernan España. Los mandatos del muy querido Pasqual Maragall– vencido por el partido y por la enfermedad- y de José Montilla -el líder del Baix Llobregat-  se perdieron entre la parálisis, las crisis internas y el fracaso del nuevo Estatut (entono un mea culpa por mi apoyo). 

«El socialismo catalán, con Miquel Iceta a la cabeza, apostó por Pedro Sánchez y ayudó a llevar al joven líder a la Moncloa»

Luego vinieron años de silencio, de esperas, de miedo a ser insultado por «españolista». Un buen número de socialistas con alma catalanista salieron corriendo hacia partidos identitarios, desvelaron su apoyo al referéndum ilegal y, como premio, volvieron a pillar sillón. La resistencia de otros, fruto de la fidelidad o la pura tozudez, mantuvo durmiente, aunque vivo, al PSC. El socialismo catalán, con Miquel Iceta a la cabeza, apostó por Pedro Sánchez y ayudó a llevar al joven líder a la Moncloa. A cambio, sus militantes consiguieron ministerios, secretarías o puestos en organismos internacionales. Por el contrario, en Cataluña y a pesar de haber sido el partido más votado en los últimos comicios, tuvieron que conformarse a ser meros comparsas en el Parlamento. 

Sus dirigentes, por lo visto, continúan creyendo en la doble alma socialdemócrata y prefieren no entrar en temas identitarios. En las mesas de la gente sensata (la gent d’ordre) no se habla del derecho a la lengua materna ni de la amnistía ni de la autodeterminación ni del nuevo referéndum que asoma por el horizonte ni de la más que improbable vuelta de las empresas… Al español se le llama castellano, que suena menos agresivo. Cuando llega el postre, para romper el hielo y echarse unas risas, que suenan machistas, se habla del novio de la presidenta de la Comunidad de Madrid. De la esposa de Sánchez, ni palabra.

El procés ya no vale la pena ni mencionarlo. Y el oasis es un páramo. Ahora, el proceso hacia la descomposición está en España. Sánchez y sus fieles ministros apuestan el futuro (el suyo) a «la convivencia», «la normalidad» y  «la pacificación» de Cataluña. Palabras que suenan vanas en una autonomía donde no hay guerra ni se la espera, sólo silencio y desgobierno. Los patriotas nacionalistas no son capaces de jugarse  el sueldo fijo. Es más fácil ir a Madrid o a Suiza (convertida en la nueva Andorra del independentismo) a cerrar el siguiente pacto. 

Para el 12-M, el líder del PSOE se ha encomendado a Salvador Illa y al «autogobierno de los pueblos de España». Qué vieja suena esa frase, ese nuevo guiño al catalanismo y a una nueva izquierda que ni siquiera suma y acaba votando en contra o absteniéndose como acaba de suceder en el Ayuntamiento de Barcelona. Se sigue echando a faltar algún gesto de agradecimiento valiente dirigido a la población que respetó la Constitución cuando el independentismo organizaba tsunamis antidemocráticos.  

Si Salvador Illa no consigue la mayoría absoluta en Cataluña (algo casi imposible), el independentismo tendrá la última palabra. No dejará gobernar la Generalitat al hombre tranquilo. El alma de un socialista no es considerada de pura cepa catalana. Y una llamada telefónica de Puigdemont a Madrid valdrá más que la sensatez acompañada de muchos puñados de votos. La victoria del PSC volverá a ser amarga.



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